martes, 10 de junio de 2014

El placer de volver a casa




Las once de la noche es la hora límite para decidirse; es la hora justa en que el cuerpo demanda el descanso merecido y el momento exacto en que se le puede hacer un guiño para regalarle algo, lo que sea. Ayer, una hora antes de la medianoche, volví a casa después de seis días por tierras londinenses. El taxista que nos trajo desde el cercano aeropuerto se sorprendió de lo apartado, discreto y silencioso del lugar mientras mi hija y yo nos mirábamos cómplices. En un abrir y cerrar de ojos, dejamos las maletas, cogimos nuestro coche y nos fuimos a buscar a Elur a casa de nuestros amigos, que dormía, angelico, sin saber que no le habíamos abandonado…

Por el camino, comenzó a fraguarse una de esas tormentas mediterráneas que nacen en las montañas y adornan campos y costa con su parafernalia de luces imposibles, espectáculo gratuito y hermoso de la naturaleza que compensaba con su resplandor intermitente la ausencia de luces en el jardín y en la piscina. Bajo la mirada sorprendida –y de nuevo cariñosa y entregada- del perrillo que no ha dejado de querernos en estos días pasados-dejamos en el agua oscura y fría el cansancio del viaje y procedimos a reiniciar el programa “vacaciones en el otro mar” que habíamos cambiado por“escapada a Londres”.

Volver a casa…!qué inefable y magnífica sensación! El olor del aire, dulzón y penetrante hasta la médula de los huesos que se había enfriado con la humedad y los vientos del Támesis. La temperatura ambiente, acogedora, casi de útero materno, para calentar los huesos que han estado envueltos en ropa de lana en los albores de un verano que en la isla de su majestad británica empieza un mes más tarde que en nuestra tierra.

Volver a casa y comprobar con satisfacción que la vida ha seguido sin nosotros pero que vamos a poder volver a subirnos a ese tiovivo cuya música y cadencia nos protege de tanta agresión extraña. El tiempo suspendido y el alma en paz reencontrando nuestro sitio, nuestro espacio, preservado mágicamente por algún dios que ha estado velando durante nuestra ausencia.

Recuperar el olor del hogar, el alimento necesario, el aroma de las sábanas, el silencio tan nuestro que no se ha movido mientras nosotros girábamos unos cuantos miles de kilómetros para oler hogares ajenos, ingerir comidas extrañas, dormir en sábanas impersonales y escuchar el tráfago incesante de la vida de un país rico, donde no hay crisis, donde están a salvo, donde los políticos ineptos dimiten, donde los ladrones van a la cárcel, donde la honradez nos gana por –como mínimo- tres a cero.

Volver a casa y que el taxista nos hable del último partido de fútbol, como si hablara de que a su cuñado le han dado el premio Nobel de algo, volver a casa y tener miedo de conectar el ordenador, de saber las noticias, con el miedo de que la espoleta de la bomba se salte en cualquier momento y nos pille a todos, sin excepción, dentro de su radio de acción.

A pesar de todo, volver a casa es lo único que podemos hacer. Una excursión londinense de seis días no es una huída hacia ninguna parte, es tan sólo un paréntesis para ver otras caras en las portadas de los periódicos, un pequeño lapsus de aire fresco –y nunca mejor dicho por las temperaturas de Inglaterra- donde todo lo hemos encontrado más limpio, más civilizado, más ordenado, pulido, discreto, europeo y…aburrido.

Pero esa es otra historia que tengo que desgranar poco a poco después de ordenar ideas, apuntes, reflexiones y fotografías.

De momento, hemos vuelto a casa. Y la vida sigue en el punto exacto en el que la habíamos dejado…

En fin.

LaAlquimista

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Post escrito en Junio 2012
 





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