Mis abuelos fallecieron y dejaron cuatro fotos como todo documento gráfico de su paso por este mundo. Bien es cierto que en el corazón de quienes les quisimos el recuerdo se magnifica mucho más allá de unos trozos resecos de papel de color sepia, pero al pasar a la siguiente generación este recuerdo se difumina hasta convertirse en hilachas.
Para eso se inventó la fotografía, principalmente para “perpetuar” la imagen del mundo, de las personas, para dejar constancia de que existieron todos aquellos que no aparecen en los libros de Historia. Durante varias décadas del siglo XX fue la fotografía el documento rey, guardándose como oro en paño las instantáneas que, primero tomadas por profesionales y después por aficionados, presidían aparadores, consolas y mesillas de noche ayudando a mantener vivos rostros y situaciones.
En muchas casas se conserva“el árbol genealógico” de las últimas generaciones a la vista del que viene a leer el contador del gas. En otras, contrariamente, están relegadas las imágenes de toda una vida al tristísimo y poco digno espacio que ofrece una vieja caja de zapatos. Y no es un lugar común; es cierto y bien cierto.
¿Cómo es posible que no se hayan tomado la molestia de comprar un bonito álbum y colocar las fotografías bien ordenadas, con su pie indicador, nombres y fechas, y confeccionar así un hermoso recuerdo? ¿De dónde viene ese desinterés por la huella –aunque sea superficial- de la propia existencia?
De entre las personas que superan la cincuentena pocas son las que podrán mostrar –y disfrutar- de un extenso documento gráfico de su vida. Y es un desastre, una pena total y absoluta no tener al alcance de la mano “nuestra propia historia”.
Tuve la suerte de tener un padre aficionado a la fotografía que, desde el momento mismo de mi nacimiento, fue plasmando en negativos mi crecimiento y me hizo después el regalo de ofrecerme las fotografías para que yo pudiera compartirlas con mis propias hijas. Emocionadas quedaron ellas al descubrir en el rostro de una niña pizpireta a la mujer que es su madre. ¡Cuántas horas no habremos pasado, amontonadas en el sofá de la sala, hojeando los viejos álbumes!
Sin embargo, no he visto jamás una fotografía de mi madre de niña, ni de adolescente, ni joven. Empieza y termina su carrera como “modelo” en el día de su boda con mi padre y más tarde, sosteniéndome en brazos a los pocos días de nacer. Después sale en alguna que otra fotografía con la familia cuando todavía sus hijas eran pequeñas. Y en las bodas, claro está.
¿Hay algo más emocionante que enamorarse y contemplar a la persona amada en su infancia? Esas fotos de la primera comunión, de los días de campo y playa, en las navidades abriendo regalos, las vacaciones en el pueblo, las poses profesionales vestidos con las mejores galas en la boda de un primo…
Pero, nada, apenas hay nada. O si acaso, lo que cabe en una vieja caza de zapatos que nuestras madres guardaban en lo alto del armario. Una pena que ya no tiene remedio.
Construir la propia historia para “legarla” a nuestro entorno afectivo podría ser un trabajo enriquecedor, ya que suscitaría no poca reflexión sino también cuarto y mitad de nostalgia, además de un tiempo detenido para echar un vistazo detrás del espejo de las imágenes de lo que fuimos alguna vez. De lo que todavía somos.
En fin.
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar:
No hay comentarios:
Publicar un comentario