Ayer me costaba conciliar el sueño; a pesar del cansancio propio del viaje, de la emoción de reencontrar el jardín, los árboles, los pájaros y el otro mar, con su carga de recuerdos imborrables e ilusiones imperecederas, me costaba dormir. Cuando eso me ocurre – cada vez con menos frecuencia- intento buscar el motivo lógico y, comprendiendo, aceptar la parte de insomnio que me corresponde y de esa manera, ya tranquila por saber, poder entregarme al sueño.
Lo que ocurría es que faltaba algo tan habitual que el cerebro ya lo tenía incorporado al mapa del descanso: el ruido. No había ningún ruido, ninguna contaminación acústica de las que me rodean a diario. Coches, motos, el topo, la gente en la calle aullando por el móvil o perros ladrando. Y cuando los ruidos se van llega el silencio, ese silencio al que tan poco–desgraciadamente- estamos acostumbrados y que “retumba” en nuestro interior como tambores enloquecidos.
El paraíso tiene que estar lleno de silencio para que se puedan abrir los “oídos” que de verdad permiten escuchar. Mi perro creo que lo entiende mucho mejor que yo; mientras hay algarabía a su alrededor, música, conversaciones o trajín diverso, duerme plácidamente. Cuando nos quedamos solos en silencio –lo más profundo posible-, se pone a mis pies y me mira meneando la cola. Parece querer decir, “ahora es el momento, no hay que dormir, sino vivir y sentir”, pero todo esto me lo invento, qué duda cabe, porque mi perro no puede hablar, es un ser inferior.
Al fin me duermo, metiéndome dentro del silencio, formando parte de él y mis sueños son diferentes a otras noches. El aire huele diferente, la casa huele diferente, mi ánimo es diferente también. Y es un gallo el que me despierta al alba para recordarme que la vida sigue a pesar de mis tontas historias y otro día comienza a partir del silencio roto. Salgo a la terraza y miro los árboles que me rodean, huele a campo, huele a mar, huele a silencio.
Es el tiempo idóneo y reposado para comer un poco de fruta del árbol del bien y del mal y dejar el espíritu flotar a su aire, aprovechando esta hora calma y llena de aire, endulzado por los jazmines de un jardín cercano, en que la mente todavía no se ha puesto en marcha, estos momentos en que los pensamientos están reubicándose entre tanto silencio exterior y la calma que los envuelve.
Si el paraíso existiera debería estar en silencio para poder escucharnos a nosotros mismos, para sentir con claridad la voz de esa niña pequeña que todavía nos habita, la voz de ese niño pequeño que está escondido en alguna parte y que necesitan, ambos dos, contarnos una pequeña y bella historia que necesitamos volver a escuchar.
En fin.
LaAlquimista
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