domingo, 28 de junio de 2020

BITÁCORA ESTIVAL.-

Día 8
He dormido casi nueve horas, maravillosa sensación que creía irrecuperable, así que me he lanzado a la orilla del mar buscando de nuevo ese bautismo de paz interior que empieza por los pies chapoteando en el agua y sube y sube hasta alcanzar esa parte del cerebro que segrega la endorfina, mi personal “hormona de la felicidad”. El colmo del placer consiste en que el cielo esté un poco nublado y con brisilla de levante, me imagino a mí misma como un mas
carón de proa de buena voluntad o aquella gaviota del cuento de Richard Bach que tanto me hizo soñar en mi primera juventud. Un movimiento extraño me hace desviar la mirada del horizonte acuoso hacia la arena: un señor mayor, un señor mucho mayor que yo, se acerca acarreando bártulos y enseres hasta la frontera donde la arena mojada se vuelve seca, más acogedora. Como un Diógenes en calzón de baño y camiseta, descarga tres tumbonas, dos sillas y dos sombrillas y las va colocando en primera fila, cual espectadores privilegiados del espectáculo que ofrece el mar y el baile de sus olas. Son trastos feos, viejos y roñosos, más dignos de ir a la basura que de formar parte de un “patio de butacas” al aire libre. Lo deja todo bien clavado y amarrado y…se va con bastante viento fresco y mucha tranquilidad. Sin mirar atrás, como quien abandona un perro en una gasolinera, sin sentirse culpable por el abuso que está cometiendo para con los demás; quizás llegue luego su “tribu” y se encuentren con que el servicio de limpieza (que va con pick-ups) les ha retirado la basura playeril. En fin. Dejo que la brisa me aviente los malos pensamientos y recupero la concentración en pisar bien y respirar mejor. Hoy es domingo, avalancha segura desde las once hasta las cinco, así que retomo el camino a la contra, como los salmones que van buscando la libertad río arriba. En el silencio del jardín me pongo a teclear en mi pc como si mi “oficina” fuera el ático lujoso de un millonario diletante y me permito colocar a mi lado un café con hielo para templar los ánimos mientras en casa la lavadora se ocupa de la colada de la semana: esta noche dormiré con olor a lavanda, no sé qué más podría pedir. Hoy me he dado cuenta de que se me ha olvidado traer un reloj, que no tengo otra manera de saber la hora que mirar de frente al sol –o al móvil de soslayo-. Ni tan mal, no saber en qué hora vivo; comer cuando el estómago ronronea, dormir al sentir la placidez metida en el cuerpo. Y leer, leer todo lo que quiero hasta que ya no me caben más historias o reflexiones en la mente. La luna se ve preciosa desde la terraza, casi me distrae de la película que estoy viendo: “Nadie sabe que estoy aquí” una historia intimista del espectacular Jorge García. ¿Mañana? Ni idea, oiga. Me encantan las sorpresas. Felices los felices.
Fotografía: desde la terraza

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