lunes, 18 de enero de 2021

Aquellas Navidades de los 60

 

Aquellas Navidades de los 60

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Poniendo orden en mis cajones han aparecido unas fotos de hace tropecientos años en las que está en primer plano el belén navideño en casa de mis padres. Las figuras desleídas por el tiempo me empujan a los recovecos de la memoria donde dormita el recuerdo; lo zarandeo un poco para que se espabile y me dicte los siguientes párrafos…

Mis Navidades de los años 60 eran esplendorosas como la luz del faro para el navegante perdido. Creía a pies juntillas que el niño Jesús era el protagonista principal de la película dramática con final feliz que nos contaban: la huida desesperada de una familia, pobres sin amparo en tierra ajena, despreciados por ser extranjeros y arrojados al miserable cobijo de un chamizo donde la mujer da a luz en penosas condiciones. ¿De qué me suena esto?

Ni idea tenía yo de lo que era el solsticio de invierno ni de los tejemanejes que hizo el Cristianismo para arrimar el ascua a su sardina, así que me tiraba de cabeza –como casi toda la población de la época- a la piscina del buenismo por imposición del calendario. Yo me conformaba con comer turrón, que no me cayeran collejas y cruzar los dedos para librarme del amenazador carbón del día de Reyes.

Porque en aquella época navideña todos éramos buenos en apariencia, mi sambenito de “trasto inaguantable” con el que me definían el resto del año mis padres y maestras monjiles entraba en modo tregua hasta el 7 de Enero. Mis abuelos ejercían de “buenos” y daban limosna a “sus pobres”, que venían a la puerta de su casa a recogerlas “a domicilio”, una “caridad” take away. El salón se llenaba de cestas con manjares leídos en los cuentos para los ojos de una niña de ocho o nueve años. (Mi abuelo materno fue director de una sucursal bancaria con los privilegios ¿? que imagino conllevaba el cargo) ¿De qué me suena esto?

Íbamos a la calle a pasear y a “ver las luces”, divertimento provinciano que ha resistido el paso de los lustros. En la plaza frente a la Diputación colocaban un Nacimiento arrasando los jardines y era de obligado cumplimiento atravesar el puente para ir a ver tamaña birria (según dictaminaba mi amona Julia). También ese nacimiento sigue desafiando la estética aunque sus figuras originales de cuerpos maltrechos, madera sin pulir, trapos y capas de plástico, hayan sido sustituidas por unas tablillas planas pintadas con la gracia del siglo XXI.  Sin olvidar el recorrido por las iglesias para “ver los belenes”.

Sí, todo era “mirar y ver” en la distancia. Muy típico del carácter vasco que siempre ha tenido a gala ser serio y aburrido. Mis abuelos me paseaban vestida de domingo por toda la ciudad sin gastar más que en el cucurucho de castañas asadas que me calentaban las manos y el corazón. La víspera de Nochebuena caía una gloriosa merienda de chocolate con churros. Nos conformábamos con bien poco. ¿De qué me suena esto?

La Paga Extra de Navidad era el mejor regalo para las familias trabajadoras y se gastaba como si no hubiera un mañana. Comprar algo a plazos firmando letras de cambio; tapar algún que otro agujero y jugar un buen pellizco a la Lotería de Navidad, tradición sin par que hermanaba a ricos y pobres en sueños similares. Mi amona Julia se armaba un lío impresionante con participaciones, décimos compartidos. ¡Qué tiempo aquel que había que esperar a comprar el periódico del día siguiente para saber si te había tocado la pedrea!

Aunque, para qué engañarnos: en aquellos años 60 lo verdaderamente importante de las Navidades era que había más dinero para gastar y más ganas de gastarlo; ya se ahorraría el resto del año. Unos gastaban en Möet y otros en sidra champán el Gaitero, famosa en el mundo entero (menudo departamento de marketing); unos ponían un pollo en la mesa –los langostinos no se habían inventado todavía- y otros un capón relleno de foie y ciruelas. Pero el caso era comer, COMER con mayúsculas, comer hasta reventar, ponerse las botas con lo que fuera: de indigestos huevos duros rellenos de atún y mahonesa –que creo que no han muerto aún-, las croquetas hechas de víspera, las sopas sabrosas y escandalosamente grasientas, el cardo barato y tradicional y de plato fuerte cada uno lo que pudiera. A veces era un buen besugo, las angulas o un corderito y en otros lugares un txitxarro (pariente pobre del besugo) o un pollo de los de verdad, amarillo. En el postre no había discusión: turrones y compota. ¿De qué me suena esto?

Mi madre se volvía loca comprando latas: de espárragos, aceitunas rellenas, alcachofas, de piña y melocotón en almíbar… Y turrones de los que anunciaban en la televisión: del duro, del blando y aquel bombazo del turrón de chocolate al que le llovieron críticas y funestos presagios de continuidad. Mazapanes, polvorones y almendras forradas de azúcar de colores. Frutas escarchadas, higos secos y dátiles dulces. Todo esto tenía mi madre que esconderlo bajo llave en el armario de las toallas para defenderlo de los asaltos nocturnos de su prole. (Me saltan ahora a la memoria las canciones publicitarias ”turrón de chocolate, que sabe a Navidad”)

A pesar de ser unos cuantos a la mesa no cantábamos villancicos ni jugábamos al parchís ni a las cartas ni se emborrachaban los adultos antes de llegar al postre. Éramos serios –un rollo, ya digo- y se imponía en casa el SENTIDO DE LA NAVIDAD. Un sentido religioso por encima de todo, de mirar con arrobo al niño medio desnudo en el pesebre aun sabiendo que en pocos meses asistiríamos impasibles a su tortura y muerte.

En comparación con lo de este siglo aquello podría ser considerado una porquería de celebración, pero yo lo pintaba de colores con mi inocencia infantil. Guardé en la memoria la lección para no repetir la historia, y a mis hijas les ofrecí unas navidades de risas, canciones, bailes y mucho champán de verdad para brindar.

Este año las copas se llenarán de esperanza y de alegría también porque el presente sigue siendo un “regalo”; navideño o de cualquier fecha.

Felices los felices.

LaAlquimista

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