lunes, 18 de enero de 2021

El frío como enemigo

 

El frío como enemigo

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La sangre que me corre por las venas debe de ir despacito y con buena letra puesto que mi temperatura corporal es baja tirando a insuficiente, como si me atravesara por dentro el agua de los riachuelos en invierno. Me destemplo hasta en las tardes de verano cuando la brisa reaviva los cuerpos cansados de sol; echo mano entonces de algo tibio que me cubra los hombros, un chal, quizás unos brazos envolventes.

El invierno es mi estación temida; una estación parecida a un vía crucis que a veces dura lo estipulado en el calendario y otras se anticipa o se estira con un otoño antipático o en una primavera traidora. De la nieve me gusta la chimenea crepitante de fuego, del frío el abrigo relleno de plumón y los guantes forrados de piel y esa bufanda de dos metros cuadrados que me envuelve y me acaricia y me abraza como susurrándome palabras de ánimo y aliento.

Seguramente fui en otra vida la mujer neandertal que se ocupaba de mantener el fuego vivo al fondo de la cueva o la aborigen que correteaba desnuda por alguna selva húmeda y caliente. Sin embargo, en esta ronda me ha tocado ser una mujer friolenta que se siente atraída irremisiblemente por cualquier fuente de calor, humana o de las otras.

Me pregunto –ahora que tengo tiempo para plantearme preguntas difíciles- si mi contumaz afición a la lectura la utilizo como excusa para no tener que salir al frío exterior cuando las borrascas lo azotan todo,  el viento se cuela por las grietas de los edificios y la lluvia deshace la tierra en vez de ayudarla a fructificar. Quizás he buscado mi refugio físico y mental al calor de los libros, quizás.

Y la música. Con la que bailo en el tiempo cálido y me conforta en invierno recogida en el agradable capullo hogareño que me acoge. Escuchar una sinfonía de Mahler desde el sofá me sienta tan bien como si estuviera en el palco de cualquier “teatro real” del mundo; en soledad o compartida de a dos como máximo, hago mías las notas, la vibración, la fuerza y la emoción de un aria cantada por Cecilia Bartoli o María Callas y consigo que se me caliente la sangre en las venas.

Hubo un tiempo en mi vida –un larguísimo tiempo- en que me regalaron calor humano en forma de “abrazos de oso” o simplemente había una piel cercana, acariciable y amorosa. Fue mi única forma de entrar en calor hasta que se empezaron a vender por aquí los rellenos nórdicos y descubrí que se podía sobrevivir a los escalofríos emocionales.

Aceptarme como soy me está costando la vida; quiero decir que me lleva costando todo lo que he vivido hasta ahora y no sé si me dará tiempo a llegar a la casilla final con la partida cumplida. Una y otra vez me he empeñado en mirarme con ojos diferentes para moldear mi realidad a algo que creía iba a ser más cómodo o aceptable o tan sólo menos molesto para los demás y para mí misma.

Aceptarme como soy aunque no me acepten los demás, aunque no encaje en el grupo que se abanica, que se asfixia con la humedad tórrida y que me mira con incomprensión porque yo no me quejo, porque no boqueo ni respiro con desesperación, porque estoy integrada con el sol y el calor (que es vida), que infunden vida.

Demasiadas veces echamos en cara al prójimo sus peculiaridades físicas, renegando de ellas, culpabilizándolo por ser como es. “!Estás sordo como una tapia!”, “!No ves tres en un burro!”, ”!Eres lenta como una tortuga”!, “!Sudas como un cerdo!”, “!Siempre estás tiritando!”.

Ahora que los abrazos están prohibidos o que es casi un milagro que  alguien acepte dar uno, comprendo a las gentes que huyen del norte y se refugian en el cálido sur. A falta de calor humano es lícito apañarse con lo que uno pueda.

Felices los felices.

LaAlquimista

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