lunes, 18 de enero de 2021

Misantropía obligada

 

Misantropía obligada

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Un misántropo es una persona que huye del trato con otras personas o siente gran aversión hacia ellas. No es precisamente una cualidad a aplaudir aunque algunos personajes famosos se vistieran con ella demostrando un profundo desprecio hacia los demás. Recordemos con tristeza o asombro a  Emily Dickinson, Francisco de Quevedo, Jonathan Swift, Marcel Proust, Pío Baroja, H.P. Lovecraft o J.D. Salinger. Ahora mismo hay muchísimos más correteando por el mundo como Michel Houellebecq (del que leo todos sus libros por aquello de que “el peor ejemplo, es el mejor ejemplo” y aprendo lo que no está escrito precisamente de un escritor).

A poco que nos paremos a pensar, ya en la definición del término podríamos vernos identificados muchos de nosotros como en un espejo implacable. Es el signo de los tiempos, la consecuencia lógica y penosamente humana de tener en el alma más miseria que grandeza, un daño colateral o efecto secundario gravísimo de la pandemia del que difícilmente podemos librarnos.

Rebusco en mi historial, rebobinando la película de mi memoria, y constato con más vergüenza que orgullo, que hasta hace cinco años yo era una mujer descaradamente sociable, abierta al mundo, buscadora de experiencias como el topillo que hurga en la tierra húmeda. Pero hace cinco años tuve que remodelar mi estructura vital al dejar de tener “convivientes” en mi casa; es decir, que me quedé sola –que no perdida- en el farragoso camino de la vida.

Sentí entonces que tenía “toda la vida por delante” (y la sigo teniendo, la que me quede por vivir) provista de un pasaporte de libertad lleno de páginas en blanco. Ya sin ninguna atadura o responsabilidad cercana podía dar rienda suelta a las ganas de volar (todavía más) a partir del ejercicio íntimo de libertad e individualidad.

¡Qué equivocada estaba! Aquellas ansias pronto se vieron constreñidas por la constatación –tristísima- de que no soy ni imprescindible, ni mucho menos vital para nadie. Ni siquiera para “mis” hijas que, bien lo sé, no son mías sino suyas. Entonces, la cruda realidad, o la pobre y sencilla realidad en la que muchos vivimos, empezó a caer sobre mi cabeza como el techo de piedra en aquella película de Indiana Jones.

He ido pasando, sin solución de continuidad, (por cierto,  frase enrevesada donde las haya) de socializar a lo grande a ir abandonando los mismos grupos que ayudé a crear; de tener muchos amigos a ir apartándome de ellos con sigilo pero también con rotundidad. Algunos imitaron mi actitud y me lanzaron el bumerán de vuelta borrándome de su agenda de contactos sin trámite alguno. Justo es si bien se piensa. Algunos, los menos, están ahí todavía, aguantando o respetando –no lo sé muy bien- mis peculiaridades que cada vez son menos de recibo en un mundo que exige en todo momento lo políticamente correcto y que no se levante una voz por encima de las otras.

Como gran paradoja que hace que me carcajee sin rubor alguno, constato que ahora TODOS somos misántropos por Decreto Ley. Que ya no es una opción libre del individuo mezclarse o no con el rebaño sino que se impone el cambio de mentalidad, de actitud y de comportamiento. Ahora nos apartamos del prójimo como si estuviera apestado; y lo hacemos sin vergüenza de ninguna clase, persuadidos de que así es como hay que comportarse.

Buen precio pagarán algún día quienes así actúan no por convencimiento sino por cobardía. Para darse cuenta de que el ser humano estaba lleno de miserias no hacía falta que viniera un virus demoledor a abrirnos los ojos; a la vista de todos estaba…

Felices los felices.

LaAlquimista

** Jesús María Cormán. “De la exposición “Melancholia” (2020)

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