jueves, 13 de mayo de 2021

De tristezas varias

 


El otro día quedé para comer con un amigo de esos que te hacen preguntas indiscretas mientras trocean su filete con cara inocente y tú sientes que se te hace bola lo tuyo y masticas y masticas para rascar una respuesta que no sabes si debes darle por aquello de la amistad o soltar una carcajada por aquello de su impertinencia.

Es uno de esos amigos –quién no los tiene- que te cuentan su vida “a calzón quitado” (qué vulgaridad de expresión, pero qué bien se entiende) y al que no puedes ayudar más que escuchando estoicamente porque lo que necesita en esos momentos es “soltar lastre” y para eso estamos las amigas y la ley tácita de “hoy por ti y mañana por mí”.

Después de dos horas “de diván” y despedirnos con un fuerte abrazo, que no está la cosa como para renunciar a cualquier efusión de roce, me sentí incapaz de meterme en casa, estaba mi cabeza como si me la hubieran rellenado con virutas de serrín y papel de embalar, necesitaba más aire a pesar de haber estado en una terraza, así que hice como el comisario Montalbano para digerir lo mío y lo de mi amigo, paseando ida y vuelta hasta el espigón.

En estas situaciones siento que me cuesta muchísimo dar rienda suelta al positivismo que me viene de serie y compartir la tranquilidad de ánimo en la que me he instalado los últimos tiempos cuando estoy con personas que están inquietas o tristes. Eso es: la tristeza se me contagia y me doy cuenta de cómo el goteo de palabras desilusionadas  forma un charco en el que no me seduce meter ninguna parte de mi ser.

Soy plenamente consciente de que poco se puede hacer por aliviar la preocupación ajena más allá de acogerla durante el tiempo que tarda en salir de un doliente, pasar por su boca y llegar al que está enfrente, recibiendo. También sé que las tristezas compartidas lo son menos, de la misma manera que las alegrías que se comparten aumentan su valor.

Sin embargo mi amigo no estaba especialmente triste sino preocupado y ya sabemos que una preocupación mantiene el cerebro alerta, el cuerpo sobre aviso y el espíritu más que vigilante, condiciones todas ellas necesarias para hacer frente al problema cuando aparezca por la puerta, pero no antes de que llame. Tenemos la mala costumbre de (pre)ocuparnos por lo que suponemos va a ocurrir en vez de esperar tranquilamente y “ocuparnos” cuando llegue el momento. Pero aquí es buena la teoría y complicada la práctica…

Mi amigo se fue a su casa con sus cuitas y yo me quedé poseída de una tristeza extraña, que no sentía como mía puesto que no tengo motivos –por lo menos de cierto cariz-  para estar triste , más bien todo lo contrario, pero no es de recibo alzar la copa y brindar cuando los demás sólo beben agua.

Creo que me dio un ataque inusitado de empatía o un prurito de amistosa solidaridad, no lo tengo muy claro, pero el caso fue que a esa sensación triste y extraña que sentí le di permiso para que se marchara por donde había venido, no aceptándola como mía y comprobé una vez más que un buen paseo dejando la mente en descanso es puro exorcismo para la melancolía. Y si te tropiezas con el maravilloso arrebol de las nubes al atardecer sobre el mar… ya no hay tristeza que se resista.

Felices los felices.

LaAlquimista

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