lunes, 15 de febrero de 2021

Más ropa ¿para qué?

 

Más ropa, ¿para qué?

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Hace ahora un año decidí hacer una “razzia” en mis armarios y deshacerme de todo aquello que ocupaba sitio sin servir para nada, como un amigo de los malos. La pregunta del millón era muy sencilla: “¿Me lo puse el año pasado? ¿No? Pues menos me lo voy a poner ahora.” Y así fui barriendo abrigos, jerseises, pantalones y blusas que fueron a parar a manos menos superficiales que las mías. Además: si he subido dos tallas… ¿Soy tan ilusa como para engañarme con el: “ya adelgazaré” de turno y podré entonces aprovechar lo que ahora no me entra ni aguantando la  respiración durante un minuto? Estupideces con mi nombre y apellidos.

Así que cuando ya llevaba amontonado casi un metro cúbico de textiles variados me di cuenta de que seguía colgando tanta ropa de las perchas como murciélagos en una cueva calentita. Y con aspecto de poder durar un par de lustros más… Qué cosa. Cómo es posible. En qué estaría pensando yo. Hay que estar atontada mirando otras cosas. En fin, pensamientos en voz alta.

Luego llegó el confinamiento y no hubo manera de lucir el fondo de armario que había salvado de la quema, que ahí se quedaron cogiendo polvo y murria los modelitos de la primavera anterior. Otro despropósito: casi tres meses usando blusas y collares y pendientes pero con pantalón de chándal y pantuflas por abajo, aunque me consoló saber que otra gente se pasó el tiempo en pijama… o sin afeitarse.

Ahora mismo, me siento en bucle, como en “el día de la marmota”, en un déjà-vu machacón, intentando despertar de este sueño/pesadilla que va avisando de la repetición de la jugada del año anterior. Usando casi en exclusiva ropa de monte para mis caminatas mañaneras, anuladas las citas sociales donde apetece vestirse con un poco de esmero, cubierta por el anorak cuando hace frío y por la chamarra cuando llueve… ¿Qué más da lo que lleve debajo si no lo voy a lucir?

Y de repente, las rebajas. Los señuelos, los anuncios, la invitación obscena a consumir lo que –ahora menos que nunca- poco deseo puede provocar en el cliente final. Comprar por comprar. Gastar por gastar. Que no es necesidad sino capricho puro y duro. Y entrar en una tienda (cualquiera) y descubrir que “la colección permanente” no se rebaja y lo que te gusta es ya de la “nueva colección” y tampoco. Que todo está a su precio actualizado, que lo que lleva etiquetas con porcentajes en fosforito son prendas que mejor no imaginar de dónde las han sacado por feas, por “imponibles”, por horteras o –lo que es peor- por ser puros trapos impresentables fabricados exprofeso como señuelos.

Y me vuelvo a preguntar: “Más ropa, ¿para qué?”. Qué agujero emocional intentan tapar las compras compulsivas, ese efímero desahogo de salir a gastar dinero para acallar la voz del desasosiego interno, intentando aliviar el malestar que, al día siguiente, se va a negar a marcharse porque el origen del mal no está ahí sino en otro sitio mucho más oscuro y de difícil acceso…

Recuerdo el buen criterio, la coherencia y el sentido común de aquellas madres del siglo pasado que nos hacían los vestidos y los abrigos con mucho dobladillo para que duraran tres temporadas, hasta que la industria textil decidió que cada tres meses –o menos- había que renovar toda la ropa para dar salida rápida a una producción desenfrenada, consecuencia de un trabajo casi esclavizado, comprada en rupias para revenderla en euros con obsceno beneficio para quien trae a Europa los contenedores de 40 pies hasta los bordes. ¡Hay que mover la economía!- dicen, y nosotros repetimos ese mantra irreflexivamente.

Temo que llegue un día en que haya que vaciar el frigorífico cada semana, tirar a la basura lo no consumido –como hacen en tantos bares con las tapas que no se pueden aprovechar de un día para otro- y volver a comprar, a llenarlo para que la economía alimentaria se mueva al ritmo de los beneficios requeridos.

Me da la sensación de que no aprendemos nada, de que queremos seguir viviendo como hasta ahora –con pandemia o sin ella-, sin renunciar a lo superfluo como si formara parte integrante de nuestra esencia. Y no es así, nunca lo será, el agua y el aceite no se mezclan aunque los pongamos en el mismo vaso. Hasta que reventemos de insatisfacción y entonces ya no queden ni tiempo ni fuerzas para echar marcha atrás. Avisados estamos.

Felices los felices.

LaAlquimista

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

SOBRE EL AUTOR 

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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