lunes, 19 de julio de 2021

Caramelitos de nata

 

Caramelitos de nata

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Anna, la peluquera que tan bien me atiende en “mi otro mar” desde hace un montón de años, ha cambiado de marca de champú; y me di cuenta enseguida de que había un olorcillo diferente en cuanto me espumó el cabello con sus acariciadoras manos. –“Oye – le dije – huele como los caramelitos de nata de mi infancia”. -¿A que sí? –contestó ella- “no eres la primera que me lo dice”.

Sí, aquellos caramelitos diminutos, envueltos en papel de plata de colores, que se te pegaban a los dientes con mucho azúcar y alevosía, que te daban diez por una peseta cuando todavía había cosas que costaban una “perra gorda”, la moneda aquella de diez céntimos que valía lo justo para comprar un caramelo enano.

Y de ahí nos echamos de cabeza en la piscina de los recuerdos de la infancia… de aquellas “chuches” que eran habas contadas –y no como ahora que todo es derivado del petróleo-. El regaliz negro de “zara” y el blando y rojo envasado en espiral. Y los chupetes cilíndricos de caramelo –los gordos y los delgados- de diversos colores aunque de parecido sabor. Y las pipas en cucurucho con la sal incrustada que te dejaban los labios como los viajeros perdidos en el desierto.

¡Qué poder tan grande el del olfato situado en el sistema límbico del cerebro! (Que nadie diga nada de la “magdalena de Proust, que eso es una leyenda urbana). Ahí tengo guardados algunos olores importantes de mi vida, la mayoría de cuando era niña: mi amona Julia friendo churros en la cocina algunos domingos por la mañana, el olor del cloro de la primera piscina en la que me bañé que se me quedó incrustado durante días. El aroma de la tortilla de patatas de la cena, la fragancia de mi primer bebé alimentándose de mi leche…

Los olores son parte importante de la vida porque llevan de la mano los recuerdos, sin los cuales, conforme tengamos más recorrido por detrás que por delante, nos sentimos indefensos, vulnerables, como si hubiéramos vivido en vano.

De vez en cuando nos asaltan olores que nos retrotraen a tiempos convulsos, infelices y que desearíamos olvidar. Pero es lo que tiene la memoria, que o todo o nada, y ahí está esa enfermedad terrible con nombre de psiquiatra alemán que lo borra todo de un plumazo, baldeando a la brava la biografía que tantos lustros –y tanto esfuerzo- nos ha costado elaborar.

Curiosamente –y dentro de mis muchas contradicciones- pienso y creo firmemente que la base de una felicidad “moderada” estriba en tener buena salud y mala memoria. Soy de esas personas “que se acuerdan de lo que les conviene” y esa selección natural e instintiva me ha ayudado (y espero que me siga ayudando) a seguir pateando la vida con más gloria que pena, que para sufrir ya están los que han decidido dedicarse a ello.

Conozco a algunas personas con “memoria de elefante” que la utilizan para alimentar su odio con rencor y resentimiento; sí, ésas que te recuerdan lo que les hiciste el ocho de abril de mil novecientos noventa y nueve –por poner un ejemplo- y que han conseguido actualizar esa rabia al año dos mil veintiuno. Para ellas…caramelitos de nata.

Felices los felices.

LaAlquimista

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