lunes, 19 de julio de 2021

¿Y ahora qué?

 

¿Y ahora qué?

Uno de los retos más importantes en mi vida ha sido y sigue siendo vivir en la línea de la realidad, sin anteojeras, con esa visión periférica que es dolorosa a la vez que necesaria. Es tendencia bien humana y aceptada y extendida el “no querer ver” cuando duele o no conviene. O como aquel personaje de novela barojiana que sentenciaba: “Cuando la contemplación del mundo que me rodea resulta insoportable, miro hacia otro lado”. Filosofía acomodaticia, filosofía de la supervivencia, qué duda cabe.

Ahora mismo se hace difícil saber hacia dónde debemos mirar, qué es conveniente o tristemente incómodo, cómo dilucidar si nuestra razón –la personal, con la que llevamos toda la vida bregando- debe imponerse por encima de la razón general, la que la masa humana afrenta con un desprecio rayano en el descerebramiento.

Hablo de la pandemia, claro está, de esa Covid-19 (¡ya estamos en el 21!) que no sólo no muere de una vez sino que resurge con más agresividad de la nunca imaginada. Muy confiados estábamos mientras reservábamos hoteles y aviones para recuperar un tiempo de solaz, divertimento, jolgorio o reencuentros familiares. Muy confiados parece que seguimos estando como si nada tuvieran que ver con nosotros esos datos que vuelven a rozar el techo de contagios soportado hace un año, cuando estábamos dentro del túnel.

Mucho me temo que la luz que quisimos divisar al final de la negrura no ha sido más que un espejismo fugaz y convenientemente utilizado por todo aquel al que le convenía utilizarlo –a nivel personal, laboral, público y político- para maquillar un rostro desfigurado y hacerlo parecer hermoso y sin tacha.

Claro está que todos seguimos el mismísimo patrón tanto en estos momentos como en los peores vividos por la humanidad, que no es otro que cruzar los dedos para que no nos toque a nosotros lo que le está tocando al vecino y colocar un escudo invisible entre su dolor y nuestro miedo.

¿Quién dijo miedo? ¿Miedo a quedarme sin vacaciones de verano? ¿Miedo a perder el dinero adelantado en reservas? ¿O miedo a que la “ola” se convierta en tsunami y nos arrastre a todos…?

Llevo casi un mes en la provincia de Tarragona, uno de los focos incontrolables del rebrote pandémico, cuya prensa “niega la mayor” diciendo que “aquí no pasa nada, que lo han traído desde fuera”. Ahora volveré a Euskadi, otro de los focos incontrolables del mismo incendio virulento. Aquí y allí seguiré siendo prudente, muy prudente, porque no tengo anteojeras y veo la realidad tal y como es aunque no me guste en absoluto.

¿Y ahora…qué? El problema es que demasiadas personas creen que ya no existe el problema y que no hace falta inventar ninguna solución. Como esos bebés que se tapan los ojos y así juegan al escondite; yo no veo, luego nadie me ve. La vacuna sigue sin ser la panacea deseada; quizás nos salve el sentido común o el azar. No sé qué pensará el hijo de unos conocidos quien a sus diecinueve años está enfermo de coronavirus, ingresado en un hospital y con el miedo a flor de piel ya que su abuela falleció “de lo mismo” hace unos meses.

He dejado de bañarme en la piscina de la comunidad, me escapo de la playa en cuanto la densidad humana supera el mínimo adecuado; no voy al bar ni al chiringuito que siguen teniendo las mismas mesas unas pegadas a las otras, ni al restaurante que sigue con su negocio, las camareras con mascarilla, los cocineros sin ella porque se ahogan en los fogones. En cualquier hipermercado de la zona el parking está a rebosar en hora punta y la misma muchedumbre de todos los veranos toma el sol, se divierte, vacaciona y disfruta como si el peligro real hubiera pasado. ¿Y ahora, qué?

Pues felices los felices, como siempre.

LaAlquimista

 

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