lunes, 19 de julio de 2021

Instagram y las estupideces

 

Instagram y las estupideces

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Vaya por delante que tengo una cuenta en Instagram para así poder saber de qué hablo; la abrí en su día porque me gusta ir con los tiempos y porque nunca se sabe dónde va a saltar la liebre y quiero tener la escopeta preparada. Publiqué foticos y puse un enlace al blog, pero un día lo olvidé por puro aburrimiento ya que me di cuenta de que pasaba más tiempo del prudencial (a mi entender) mirando el móvil a ver si había recibido algún nuevo “like”.

Entiendo y comparto los beneficios que ofrece una red social de tal magnitud donde el hombre más seguido del mundo –con 300 millones de followers- es el futbolista portugués Cristiano Ronaldo, y la mujer más seguida es la cantante estadounidense Ariana Grande con 240 millones. Qué barbaridad.

Puedes publicitarte si quieres vender algo y eso también lo entiendo y me parece que es una herramienta válida al alcance de cualquiera (¿algo es gratis en este mundo de hoy?), pero teniendo bien claro que si “te vendes” en algún momento te llegará la factura, quizás por donde menos te lo esperes.

Pero la mayoría de las personas utilizamos Instagram para dar salida a ese narcisismo de alpargata que nadie puede soslayar porque es inherente a la condición humana. Es decir: yo soy estupendísima y guapa de la muerte y que lo sepa el mundo entero. (Lo pongo en femenino porque somos mayoría, pero cada uno que se aplique el cuento según el sexo con el que se identifique).

Queremos que “el mundo entero” sepa dónde vamos de vacaciones y con quién, mostramos el modelito vestido para la ocasión y hacemos bailecitos de a dos creyendo que somos Raffaella Carrá (buon viaggio, ragazza). En definitiva: el ridículo elevado a la enésima potencia.

Está bien, me parece bien, es lícito –cuando no es delito- que cada quien se desahogue como mejor le convenga y los demás estamos ahí para contemplarlo con mayor o menor pasmo. Es una pantalla abierta las veinticuatro horas al morbo y cotilleo, algo así como uno de esos –desde mi punto de vista- adocenados y vomitivos programas televisivos que son los que mayor audiencia tienen tanto en verano como en invierno.

Pero si hay una cosa que casi me hace VOMITAR literalmente son las fotos de comistrajos con aspecto asqueroso que la gente se empeña en publicar como si fueran el non plus ultra de la gastronomía hecha poesía. Ensaladillas rusas que parecen lo que usan los albañiles para empalmar ladrillos, huevos duros rellenos de migajas aceitosas de atún ¿? y enmarranados con mahonesa de bote. Fotos obscenas de macarrones exudando queso industrial y bañados en una cosa roja de color vivo, vivísimo, que quiere ser tomate frito al más puro estilo “no es lugar para viejos”.

¡Dan un asco que lo flipas! Pero lo sorprendente es que son cuentas con muchísimos seguidores y que con cada desastre culinario fotografiado consiguen tantos “me gusta” que me hace pensar si esa gente está loca o no han comido en toda su vida algo decente. Amén de que son desastres alimenticios, mezclados sin ton ni son carbohidratos con proteína animal, mazamorras de digestión casi imposible, aberraciones dietéticas.

En fin. El colofón ya son los que se hacen a media mañana dos huevos fritos grasientos con sus patatas fritas de coreografía y lo publican con orgullo patrio. Curiosamente, suelen ser hombres, los “cocinillas” adoradores del colesterol malo. Algunos, hasta le añaden a la foto unas lonchas de jamón pasado por la sartén. Cuando tengo tentación de picar fuera de horas, me miro el Insta un rato y se me quitan las ganas de cajón. Pura magia el poder visual.

Felices los felices.

LaAlquimista

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