miércoles, 19 de agosto de 2020

Mea culpa

Cada día que pasa tengo menos ganas de salir a la calle porque sí, la típica salida “para tomar el aire” ya ha dejado de tener sentido para mí. Bien cierto es que hay gran dificultad en renunciar a las rutinas que nos cercenaron en el confinamiento ahora que, mal que bien, todavía hay cuartelillo para llevarlas a cabo en una especie de acto, mitad esperanzador, mitad utópico, de creer que algo sigue siendo “normal”.
El otro día atravesé la “muga” (frontera) de mi barrio en dirección al centro ya que tenía que hacer una gestión necesaria. A mitad de camino, bajo el bochorno mareante y con el sol en la coronilla, me puse la mascarilla justo debajo de la nariz: no podía más, sudaba como un cerdo –como una cerda- y comenzaba a ponerme ansiosa por no poder respirar bien. (Padezco sinusitis crónica, pero no lo quiero usar como excusa) Sé que es algo que nos pasa a todos, no soy ninguna excepción ni tengo pase VIP para no OBEDECER lo que manda el Gobierno. (Otra cosa es que esté de acuerdo o no con lo que arrojan al BOE).
El caso es que en cuanto asomé la nariz –textualmente- una señora (de mi edad) que venía de frente, arrugó el entrecejo y al cruzarse conmigo me escupió a la cara con su peor gesto (que adiviné) y su peor tono (que padecí): – “A ver, ¡¡¡ ESA MASCARILLA ¡!!” Me sentí cogida en falta, con las manos en la masa, reo y culpable de un delito apestoso además de incívica, insolidaria, troglodita y tonta del haba.
A punto estuve de arrancarme el bozal azul clarito y pisotearlo con furia, mesarme los cabellos con gesto de orate y clamar al cielo en los varios idiomas que utilizo para las cosas de blasfemar. En vez de ese impulso –que no fue irrefrenable- me subí la mascarilla casi hasta las cejas y seguí mi camino, con esa sensación del que ha pisado una caca de perro o le ha defecado una paloma en mitad de la coronilla.
Mea culpa, mea culpa, señora civilizada, educada, diligente y bien mandada. Mea culpa, mea culpa a todos aquellos que cumplen a rajatabla lo que exigen los que pueden exigir y, rabiosos por no poder sustraerse al ordeno y mando en vigor por miedo a la multa de cien pavos con la que amenazan todos, se suben en un pequeño banquito moral para poder llamar la atención con rabia y desdén a quien no es como ellos.
Que conste que respeto las opiniones, creencias y comportamientos “mascarilleros” en general y no seré yo quien arroje la primera piedra (ni la segunda) contra nadie por hacer o no hacer lo que está permitido o prohibido. Mi opción personal es buscar el camino solitario, el parque frondoso, el bosquecillo fresco. Vivo en una ciudad festoneada de montes y con montañas en el horizonte, es muy sencillo salir a respirar aire de verdad a pleno pulmón, por la nariz, por la boca y con el corazón ensanchado.
Este post no es un alegato ni a favor ni en contra de la mascarilla, tapabocas, barbijo, cubreboca o bozal. Tan sólo es una pequeña reflexión por lo culpable que me hizo sentir la persona que me llamó la atención de forma tan desabrida. A pesar de estar cubierta –ella- desde los ojos hasta la papada, la reconocí perfectamente como una vecina del barrio. Ella a mí, no, eso está claro.
En fin. Que nunca había utilizado menos el transporte público que ahora, pues por no ir mareada, medio asfixiada y respirando lo mío y lo de los demás cojo el coche cada día para escapar de la urbe y rendirme a los pies de esa naturaleza que queda por contaminar y domesticar.
Seguramente en algún momento habrá que pedir también perdón por ello.
Felices los felices.
LaAlquimista
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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

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