jueves, 20 de agosto de 2020

Escuchar al cuerpo


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Este “oficio” mío de escribir y leer durante muchas horas al día me provoca satisfacción y unas contracturas en hombros y cuello que me dejan hecha polvo al cabo de varias semanas. Así que me voy donde mi masajista favorita y le dejo que haga lo que quiera conmigo. Una vez al mes, más o menos, lo incluyo en mi presupuesto de gastos necesarios, no me parece un lujo sino algo primordial, ya que vivir con dolor no tiene ningún sentido si es posible evitarlo.
Al terminar el masaje –tan terapéutico como relajante- le comenté que lo que me pedía el cuerpo en ese momento, las once de la mañana de un día entre semana, era volver a casa, tumbarme en el sofá de la sala y ver pasar las horas plácidamente. En vez de sonreir ante lo que yo creía que era una boutade de las mías, puso voz de seria y me dijo que lo mejor que podía hacer era meterme en la cama y escuchar a mi cuerpo, que éste ya sabe siempre lo que le conviene. Que nada de hacer la compra, poner la lavadora, dar un paseo o sentarme al ordenador: a la cama.
Me puse en “modo obediente”, llegué a casa y recorrí el camino inverso de hacía un par de horas: volví a correr las cortinas, bajé la persiana a medias, deshice la cama y me metí entre las sábanas frescas de las once y media de la mañana, pensando en dejar que mis músculos manipulados y descontracturados volvieran a su línea de salida. Me dormí al instante, sentí que los párpados se me vencían como si estuviera en una madrugada de obligada vela y escuché –o imaginé- una voz desde dentro que me decía… cuenta de diez hasta cero despacito…
Creo que fue la hora y media más profunda que había dormido en tiempos. Me desperté pasada la una de la tarde con la sensación de “estar como nueva”, además de la de “el deber cumplido”. No sabía si desayunar o comer, así que decidí escuchar (otra vez) a mi cuerpo que me pedía agua, agua y más agua. Se me despertó el hambre y comí lo que me pareció más apetecible de la nevera, con ganas, con gusto, no por rutina de que era la hora de comer.
Me asomé a la ventana para ver la ciudad, los montes, el mar (más bien a lo lejos) y respirar a grandes bocanadas, por la nariz, por la boca, por el plexo solar, ¡por todo mi cuerpo! Como seguía teniendo sed me preparé un gran plato de sandía como postre y me fui con él hasta el cuarto pensando, creyendo que sería buen momento para leer un rato.
Pues no. El cuerpo volvió a susurrar con su voz sibilina que me tumbara, que cerrara los ojos, que dejara la mente en off, que sintiera la levedad –o quizás habría que decir liviandad- de mi ser, de mi existencia, de la parte ínfima de “la vida” de la que formo parte, de lo pequeña que soy en comparación con todo lo demás y lo frágil que puedo ser cuando no me hago caso a mí misma. Me dormí. Otra vez. Profundamente feliz.
Al despertar de esa siesta inesperada volví a escuchar la voz desde mi interior que me ofrecía calma, tranquilidad y un “je ne sais quoi” como a cámara lenta. Me preparé un té caliente con bien de azúcar –está claro que necesitaba hidratarme y algo más- y, de repente, me apeteció agarrar los pinceles que tenía abandonados desde que volví de “mi otro mar”.
Una tarde feliz, un tiempo entre comillas o entre paréntesis, no sabría definirlo, pero creo que de una vez por todas he aprendido la manera de escuchar a mi propio cuerpo sin ponerme palos en las ruedas sobre lo que está bien o menos bien hacer cuando a una se le antoja y el cuerpo se lo pide.
Al acostarme, de nuevo y varias horas después, descubrí que me había dejado todo el día el móvil en modo avión. ¡Qué felicidad, por todos los dioses!
Felices los felices.
LaAlquimista
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