martes, 18 de agosto de 2020

El miedo sigue siendo libre

El miedo sigue siendo libre

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Qué terrible paradoja es que aquello que tiene la capacidad de reducir la libertad del individuo vuele con alas prestadas por encima de nuestras cabezas y fuera de todo control. Qué vamos a hacer con esa contradicción antipática que se ha instalado entre nosotros y que hace que se sienta angustia o desasosiego pensando en que pueda darse una situación negativa ya sea real… o imaginaria. Todo está en la mente, qué duda cabe.
Cuando mis hijas eran pequeñas (de tamaño) venían del colegio contando historias del “coco” que se las llevaría mientras dormían si no eran unas “niñas buenas”. Esas historias no las contaban las profesoras sino algunas niñas que las traían de su casa, como el bocadillo de la merienda. Trabajo tuve en explicarles que la imaginación puede hacer mucho bien cuando la ensoñación es agradable y mucho daño cuando lo imaginado es truculento. La mente no distingue entre lo ficticio y lo real con el primer impacto, se queda con el mensaje subliminal y tarda en procesarlo.
El miedo está haciendo estragos entre quienes mezclan en su particular “película” lo real de lo distópico, que es ese mundo apocalíptico en el que la utopía ha sido reemplazada por su contrario, ese lugar donde todos somos esclavos de unos ogros omnipotentes que nos tendrían más amordazados y esclavos todavía. Leer a Margaret Atwood y “El cuento de la criada” es un buen entrenamiento, por ejemplo.
El miedo es libre y campa por sus respetos de una manera nada sutil; no me refiero al mensaje de los medios de comunicación visual –que, dicho sea de paso, están vetados en mi casa-, sino a ese otro discurso directo, efectivo e impositivo que se produce en el entorno más cercano o familiar.
Veo a personas adultas mayores e incluso ancianas “obedeciendo” a sus hijos y haciendo suyo el miedo ajeno que se les ha colado en la vida sin que puedan hacer nada por evitarlo. Esos hijos que les siguen diciendo a sus padres mayores: “que no salgáis de casa más que lo imprescindible”, “que mamá no vaya con las amigas al cafecito”, “que esto es muy grave y peligroso”. Y, claro, esas personas se contagian del miedo de sus propios hijos y entran en bucle probablemente sin ser demasiado conscientes de que están absorbiendo el miedo ajeno.
En la otra esquina del espectro está esa juventud que recibe el mismísimo mensaje -prudente o catastrofista- de sus padres y que abre las ventanas de su mente para que se lo lleve el viento y les deje seguir viviendo en paz…y en libertad.
El miedo impide vivir feliz y no tengo muy claro que proteja del coronavirus, si acaso para eso estaría la prudencia. Al que le tiene que tocar, le toca y creo que no habría que buscarle más pies al gato porque hay circunstancias insalvables que han dejado en situación de vulnerabilidad –de más vulnerabilidad todavía- a los colectivos que más han sufrido: ancianos enfermos, enfermos de todas las edades, personas con inmunidad insuficiente o debilidades que no es posible soslayar.
El miedo está haciendo que una parte muy importante de la sociedad se haya replegado sobre sí misma, insolidaria de dar vergüenza ajena, egoísta de no pensar más que en su protección y haciendo oídos sordos a todo lo que no sirva para su propio interés. Esa frase, ese concepto que se enarbola como un estandarte o un escudo, “Yo soy persona de riesgo” y me tengo que cuidar, proteger, salvar por encima de todos los demás… no termino de digerirlo bien porque creo que todos los humanos deberíamos tener el mismo derecho a salvarnos del coronavirus, faltaría más.
Ya nada es lo mismo que hace seis meses, nada. Ni la sociedad, ni la economía, ni las emociones, ni los sentimientos. Todo está cubierto ahora por una pátina sibilina, invisible incluso, pero muy efectiva de MIEDO, que ha arrinconado a la diligente prudencia como insuficiente. Como si fuera polvo sucio habría que sacudírselo ese miedo de encima; de una vez y antes de que se incruste en nuestra mente y ya no haya manera de librarse de él.
El miedo es libre, vaya que sí. Pero nosotros somos libres de dejarlo entrar…o de cerrarle el paso; creo que es una reflexión muy necesaria que está pendiente.
Felices los felices.
LaAlquimista
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