viernes, 21 de agosto de 2020

Los "llorones" no molan


Quien más quien menos habrá tenido que aguantar alguna vez a la típica persona que cuenta cien veces sus penas encima del hombro ajeno sin pudor alguno y sin poner coto o dar solución a lo que le acongoja. Les hemos escuchado con paciencia y cariño hasta que el fastidio ha sido evidente y difícil de ocultar. Es el momento en el que esa relación corre el riesgo de saltar por los aires (si hay descompensación) o sea el punto de inflexión perfecto para mirar dentro de uno mismo.
¿De verdad que nosotros no damos la tabarra a allegados o conocidos con los males que nos afligen o los problemas que nos quitan el sueño? Hemos pinchado en hueso, qué duda cabe.
Hace un tiempo se me fue de las manos una relación amistosa por serme imposible mantener el equilibrio emocional si tenía que estar siendo receptáculo del “llanto” ajeno día sí y día también. Expresé mi malestar, hice saber al otro lo que sentía cada vez que me volcaba encima sus malestares –que no cesaban, años y años escuchando la misma cantinela- y la parte contraria –como era de esperar- se enfadó agriamente conmigo y me dijo que yo también tenía mis defectos y que a ver que qué me había creído. Nada del otro mundo, el típico desencuentro entre amigos que puede no ir más allá de estar sin mandarse un whatsapp unas cuantas semanas.
Sin embargo, no quedó ahí la cosa; y fue mucho más allá porque no pude dejar de darle vueltas a las situaciones en las que yo había estado afligida o nerviosa o medio histérica con algún problema personal y lo había “compartido” (vía lloriqueos) con otras personas. No era tanto lo de la paja en el ojo ajeno y tal sino darme cuenta de que, en realidad, a nadie le gustan los llorones. A nadie.
Para “lloriquear” sin que se lo reprochen a una hay que pagar, principalmente al psicólogo que no te pone la Seguridad Social. Si quieres ir al psiquiatra pues vale, pero éste te dará soluciones en forma de pastillas de colores y lo que una quiere no es más que un hombro en el que descargar las frustraciones pequeñas del día a día o quizás alguna más grande que se viene arrastrando desde años atrás y para la que no tenemos lo que hay que tener para dejarla atrás.
Total, que tuve clarísimo como la luz del sol que cuando yo le contaba mis “cuitas” a alguna persona cercana estaba produciendo en ella el mismo malestar que yo padecía cuando me tocaba hacer de “confesonario” a la fuerza.
En consecuencia, me propuse (intentar) no dar más la vara a los demás con mis lloriqueos del tres al cuarto, procurar solucionarme yo solita mis pequeños problemas cotidianos, (de cualquier índole que estos sean) y para lo grande, para lo que pesa mucho o demasiado en la mochila, reflexionar.
Porque como dice el diccionario: “Reflexión: Pensamiento o consideración de algo con atención y detenimiento para estudiarlo o comprenderlo bien.”  Y, a partir de ahí, ya la mitad del trabajo está hecho. Mucho mejor que quejarse lloriqueando como niños pequeños a los que se les ha roto un juguete. Como adultos que (se supone que) somos tenemos otras herramientas a nuestra disposición para llevar al cabo la carrera de “salto de vallas” que es muchas veces la vida.
Cuando sentimos que la vida que llevamos no nos la merecemos, hay que cambiarla. Si sentimos que no se nos presta la atención o consideración de la que somos deudores, hay que plantarse. Y si, finalmente, estamos convencidos de que hemos tenido “mala suerte” en la vida, nada tan fácil (o tan difícil) como dar un golpe de timón y buscar una mejor chance en otro lado.
Lloriquear no sirve de nada. Bueno, sí; sirve para hartar al receptor de esas lágrimas de cocodrilo que buscan comprensión para no tener que enfrentar los problemas.
Felices los felices.
LaAlquimista
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