jueves, 3 de junio de 2021

Las condiciones del amor incondicional

 

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Me ha dado por pensar en estas últimas semanas de convivencia elegida y feliz –por lo deseada y por lo inusual- con mi hija pequeña, venida desde su Berlín de acogida a restañar las pequeñas grietas que arañan el corazón de una madre tras una separación forzosa –y larguísima- de sus hijos. ¡Cuántas somos en estos últimos tiempos las personas que hemos tenido que transitar ese amargo camino! ¡Cuántas madres lloriqueando disimuladamente, uniendo gerundios que se arrastran y superlativos adverbios de modo!

Diez meses, diez han sido mi “condena” esta vez, por culpa de la pandemia, por decisión ajena, por imperativo legal –que no moral-, trescientos días sin abrazar, sentir, oler como sólo puede hacerlo una hembra a sus cachorros por mucho que estos hayan crecido. Diez meses marcados en el calendario de la vida como el tiempo en el que se ha temido por la salud ajena mucho más que por la propia, como si fuera un cordón invisible que nos ha unido formando una red de fuerza contenida.

Dicen que el “amor de madre” es paradigma del amor incondicional, aquel para el que no tienen importancia las consecuencias, ni peso las decepciones, ni vara de medir que constriña el sentimiento hacia los retoños del propio ser. Dicen que es un amor de entrega o de sufrimiento, de trabajo esforzado pintado de generosidad ilimitada. Dicen. Y yo no lo sabría limitar entre adjetivos calificativos hiperbólicos y desmesurados.

Cuando estoy con mis hijas –la mayor de ellas en otro continente y con catorce meses de separación a cuestas- suelo estar un poco alerta, esperando que en cualquier momento se dé esa situación estereotipada en la que se me exija comportarme con “amor incondicional” porque eso es lo que la sociedad ha dictaminado (sin consultarme) se espera de quien ha contribuido con un par de granitos de arena a poblar este mundo tan a menudo infame.

Dicen –siempre hay alguien que lo dice- que el amor sin interés es la más elevada de las entregas, la sublimación del ser humano en su esencia más limpia y pura, como las vírgenes inmaculadas de nuestra infancia que luego resultaron ser leyendas urbanas esgrimidas por una religión adocenadora para tener bien amarrados a sus adeptos.

Igual tienen razón y yo no alcanzo a comprender porque lo que veo y siento (y a veces padezco) es que el “amor incondicional” ni existe ni debería existir ya que echa un pulso doloroso a quien no tiene necesidad –no debería tener necesidad- de demostrar nada.

Se quiere a los hijos porque existe la voluntad de quererlos. (O a una persona cualquiera sin compartir ADN con ella) Se los quiere porque se siente la necesidad desde una profundidad que ninguna lumbrera estudiosa de la personalidad de la hembra maternal de la especie debería definir ni limitar sin haberlo padecido –o disfrutado- en sus propias carnes. ¡Qué saben de amor a los hijos quienes no los han tenido por no desearlos o por no haberlos podido parir!

El “amor incondicional” es como “el truco del almendruco” para conseguir el mayor beneficio con el mínimo de esfuerzo. Y comprendo ahora –ya con mis hijas casadas- que las quiero a pesar de las condiciones que la relación ME impone; condiciones que –la sociedad acepta plenamente- y que no son obligatoriamente recíprocas porque, ya se sabe, si el amor de una madre no es “darlo todo a cambio de nada” pues apaga y vámonos.

Me encanta reflexionar sobre estas cuestiones, me encanta darme cuenta de que todos ponemos condiciones en el amor que compartimos, como madres o padres hacia los hijos y como hijos o hijas hacia los padres. Es un derecho de ida y vuelta, equilibrio indispensable para que funcione bien y la energía fluya sin alteraciones. Así que menos conceptos grandilocuentes que no están los tiempos para más heroicidades.

Felices los felices.

LaAlquimista

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