jueves, 3 de junio de 2021

La gran ciudad me mata

 


Ya no me importa que me llamen provinciana o “ñoñostiarra”; de verdad que llega un momento en que es como si estuviera plastificada, recubierta de ese film transparente que aísla y hace resbalar lo que se vierte por encima. Escucho a quienes lanzan loas a las grandes urbes y no tengo nada que decir porque cada uno ve las cosas a su manera.

Pero hay que comparar, siempre hay que enterarse de la “otra versión” para no sacar conclusiones erróneas. Y en este caso nada como haber pasado diez días entre los árboles de una masía y una casa en lo alto de una montaña para explicar lo que se siente al bajar a la gran urbe y meterse en el metro.

Nací en Donostia-San Sebastián,  ciudad donde todavía no hemos llegado a los 200.000 habitantes, así que mi vida ha transcurrido bastante lejos de aglomeraciones y empujones, de la contaminación exagerada y los agobios de las grandes ciudades. Aquí se puede ir andando a la orilla del mar y a los montes, a llenar el carro de la compra y a visitar a los amigos. Todo un modus vivendi.

Con todo, la ciudad me sigue pareciendo limitadora del espíritu ejerciendo una presión insana sobre el ser humano que necesita vivir en contacto más estrecho con la naturaleza. La única solución es irse a vivir a la punta de un monte y alejarse de comodidades, hospitales, bares, teatros y bibliotecas. Parece que no hay término medio.

He tenido la gran suerte de poder disfrutar de unos tranquilos días de relax en un entorno apacible, natural, durmiendo con los pajarillos y viendo la gran ciudad –Barcelona- allá a lo lejos, envuelta en su hongo de contaminación sucia durante el día y lumínica durante la noche.

Tan sólo un día me acerqué a la misma –sin usar mi coche por no volverme loca con el tráfico de acceso ni el galimatías de encontrar aparcamiento-. Para recorrer 25kms. en transporte público tuve que sufrir una hora entera dentro de un autobús. Una vez allí tuve que caminar tres manzanas para enlazar con el metro que me llevó a mi destino final tras otro paseo andando. Total: dos horas de trayecto de ida –más otras dos de regreso- para ver una exhibición en 3D de la obra de Gustav Klimt, uno de mis pintores favoritos.

Es otro ritmo, es otro chip, no tenemos nada que ver los “de provincias” con los habitantes cosmopolitas. A mí se me cortocircuitan las meninges, se me seca la boca, se me hinchan los pies y el trigémino; en definitiva, me siento sumergida en una dimensión que no es la mía y quiero salir, quiero marchar, volver a la vida pausada, a mi frecuencia cardíaca de siempre.

Es cosa de la edad, lo sé, soy consciente, pero precisamente ahí está el truco, que hay que saber adaptarse a las modificaciones que ésta nos impone y no pretender mantener el ritmo frenético que hemos seguido durante toda la vida ahora que ya no vamos a cumplir ni los cincuenta ni los sesenta.

La gran ciudad es para quien ha vivido toda su vida en ella, de la misma manera que despertarse con el gallo y dormir con las campanas de la iglesia del pueblo es el otro extremo de este larguísimo camino de gran diversidad que es la vida. Y cada uno en su sitio, sin forzar la máquina, disfrutando de su particular “velocidad de crucero”, sin sobresaltos, piano piano porque sólo así si va lontano.

Y no olvidar nunca el privilegio que supone poder vivir donde uno ha elegido y no donde se ha visto obligado por las circunstancias. Pero a estas alturas, ya no tenemos excusa…

Felices los felices.

LaAlquimista

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