jueves, 3 de junio de 2021

Y ahora...la libertad


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Estaba yo tan tranquila estos últimos ocho meses sin verme obligada a tomar ninguna decisión ni hacer ninguna maleta, ni dejarle a mi vecino al cuidado de las plantas; en una especie de burbuja de cromo vanadio de la que no se podía asomar la nariz por miedo a que te cayera encima una denuncia o un chorreo de maldiciones vomitadas por los policías de barrio, viviendo tranquila y sin más requiebro que el de no caer por el barranco de las neurosis que se mascaban en el ambiente.

Un paréntesis vital con las constantes intelectuales reducidas al mínimo: cambiar las sábanas, poner la “rumba”, reponer papel higiénico y comer de casi todo lo apuntado en la lista de lo pecaminoso. Ocho meses sin ver a mi familia, ocho meses sin que apenas mis amigos vinieran a mi casa o me invitaran a la suya. El mismo tiempo sin comerme una rosca –real, virtual o imaginaria-, sin ponerme guapa para ir a ningún evento ni ilusionarme con nada menos elemental que vigilar las líneas rojas de la báscula del baño. Cosas de la pandemia, ya digo.

Llegó el otoño y me cayeron sobre la cabeza todas las hojas rojas que antaño me parecían carne de poesía; y el invierno con sus nefastas navidades en las que ni comí langostinos ni turrón por no tener con quien compartir; creía que ya nunca más tendría una “primera vez”, pero me equivoqué. Fue duro mientras duró, pero me ha demostrado que si he sido capaz de sobrevivir a esa “entrañables fiestas” más sola que la una estoy preparada para casi todo. Pasó el invierno y pasé frío como todos los inviernos en que no he tenido al lado un cuerpo con el que compartir calor. Cosas de la pandemia, qué le vamos a hacer.

Y luego llega la primavera con las fake o falsas promesas maquilladas con filtros de colores: todo virtual o con demasiadas elucubraciones mentales; como en los anuncios de la tele que la imaginación la tienes que poner tú. Un asco, ya digo.

El apoteosis explotó vía sms invitándome a una cita de lujo a las ocho de la mañana para inocularme una ración de virus –no sé si vivos o muertos- en la antigua plaza de toros de mi ciudad. Justicia poética me pareció el tema, pero la verdad es que me quedaron pocas ganas de ironizar con el frío siberiano que hacía a esa hora del día en los corredores de la otrora cruenta instalación.

Por hacerlo sencillo diré que la vida parecía haberse convertido en una especie de bizcocho reseco y con algo de moho que todos rezábamos para que no se terminara cuando, ¡zas!, (onomatopeya de asombro y susto) van y decretan por ordeno y mando que el día 9 de mayo se acababa lo que se daba y ya íbamos a ser libres otra vez.

¿Y qué vamos a hacer ahora con esta “nueva libertad” que ya no guarda memoria de la que tuvimos antes de que nos fuera cercenada? Pues volver a la casilla de salida con santa paciencia y mirar si el tablero es el mismo o nos lo han cambiado. Y buscar el truco, afinar la vista, aguzar el oído, sacar la lupa del cajón de las cosas que no usábamos desde hace años y leer la letra pequeña. ¡Ah, la letra pequeña! Esa que no leemos nunca para acabar firmando al pie de párrafos incomprensibles…

Uno no puede pasarse meses en coma y saltar de la cama como si nada a tomarse un capuchino y correr al parque a dar de comer a las palomas; hace falta rehabilitación, adaptación, reflexión para decidir qué tipo de libertad es esta que se inaugura como inauguraba los pantanos aquel cruel señor bajito: de cara a la galería y para salir en las noticias.

Me lo estoy pensando y mucho si no nos estará jodiendo mayo con sus flores…

Felices los felices.

LaAlquimista

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