jueves, 3 de junio de 2021

Imposible caer bien a todos

 


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Yo es que alucino en colores cuando leo o escucho a alguien manifestar que se lleva bien con todo el mundo, que está rodeado de gente que le aprecia (la frase “amigo de mis amigos” me chirría un montón) y que no tiene enemigo alguno. Me quedo así como más pensativa de lo normal y hago lo que hago siempre que algo no me cuadra: comparar.

Saco primero mi propia vara de medir –como hacemos todos, para qué engañarnos- y empiezo a contar con los dedos; pienso que mis amigos son aquellos a los que les caigo bien y que por algo será, vamos, digo yo. El sentimiento suele ser recíproco y con este equilibrio emocional vamos tirando millas. Luego están las personas (ahí ya me sobran dedos) que me han puesto a parir para luego pasar de mí olímpicamente.

Entre los primeros y los segundos suele haber sonadísimas diferencias –como es obvio- y tan sólo una cuestión en común, es decir, yo misma. Ahora bien; si mi idiosincrasia, carácter, temperamento y educación no varían, ¿qué es lo que hace que a unos les caiga bien y a otros rematadamente mal?

La respuesta… blanco y en botella. Reflexiono un rato más sobre el tema y se me va no solamente calmando el ánimo sino multiplicando las endorfinas. Buen trabajo, me digo.

¿De dónde sale la pretensión –tan extendida- de tener que caer bien a todo el mundo? ¿Acaso sentimos nosotros afinidad y buen feeling con cualquier persona que se cruce en nuestro camino? Principalmente “nos caen mal” quienes opinan, piensan y actúan de manera diferente a nuestra propia opinión, pensamiento y línea de actuación, cosa –por otra parte- tan vulgar y corriente que no sé yo si vale la pena marear la perdiz.

El problema –y esto sí que es serio- nos explota en la cara misma cuando nos empeñamos en establecer una relación de mutua cordialidad con alguien que está en nuestras antípodas…de todo. El muro de cemento está ahí y estrellarnos contra él es cuestión de tiempo; en algunos casos, de minutos nada más.

En lo personal e intransferible, me disgustan en grado sumo las personas que “me hacen de espejo”; es decir, aquéllas en las que veo reflejados los demonios con los que lucho cada día. Todas esas “medallas mohosas” que trato de limpiar me ponen de los nervios cuando las tengo que padecer por persona interpuesta. Normal. Vaya descubrimiento.

La observación de los perros me ha servido para aclarar bastante bien este turbio pensamiento. Tú llevas de la correa a tu perro querido y este se para a olisquear (o saludar) a otro can que viene de frente. Se miran un instante, se reconocen y/o se desprecian en un segundo. Se hacen carantoñas como si no hubiera un mañana o cada uno por su lado sin perder el tiempo en tonterías perrunas.

Así deberíamos hacer también los humanos cuando nos “tropezamos” con alguien con quien se ve desde el minuto uno que no hay –ni va a haber- afinidad alguna. Vivir y dejar vivir, ceder el paso para no tropezarse y evitar cualquier tipo de enfrentamiento. Total, para qué, si lo que no puede ser no puede ser y además es imposible.

Bien es cierto que si actuáramos así unas cuantas profesiones dejarían de tener sentido; psiquiatras, psicólogos, abogados, curas y vendedores de humo se quedarían sin trabajo si los humanos no nos empeñáramos en complicarnos la vida.

Cuesta admitirlo –doy fe-, pero con cuarto y mitad de humildad se puede aceptar perfectamente que no le vamos a caer bien a todo el mundo jamás de los jamases. Ni ellos a nosotros. Justicia poética se le podría llamar…

Felices los felices.

LaAlquimista

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