jueves, 3 de junio de 2021

Ni series ni películas, sólo realidad

 


Es curioso cómo la mente tiene archivados diversos modelos de rutina según cómo sea el posicionamiento del GPS que rige nuestro día a día, cómo va adecuándose al logaritmo vivencial sin que surja trauma alguno ni se produzcan chirridos.

Me pasa cuando me alejo de las cuatro paredes en las que estoy empadronada, que se me olvida el decorado de mi zona de confort y aparece otro diferente, aceptable, deseado incluso. Entonces dejo de hacer ciertas cosas sin las cuales me parecía en otros momentos que no podía vivir feliz.

En mi equipaje llevo siempre libros y zapatillas de deporte, la libreta de escribir y la computadora que me une al mundo a través del milagro del wifi. El Smartphone también da su soporte emocional por aquello de que te indica a qué distancia está lo que amas o a qué distancia estás tú de quienes no te quieren demasiado bien: es un escudo protector a fin de cuentas la tecnología.

Pero en cuanto salgo de casa se me acaba la cinefilia, se pierde el deseo de ponerme frente a una pantalla a visionar vidas ajenas o vidas inventadas o –las mejores- vidas soñadas. No tengo tiempo, no me dan las horas para conocer lugares nuevos, hablar con humanos diferentes, patear otras piedras, respirar aromas olvidados y luego volver al refugio y ver una película cuando estoy siendo yo misma la protagonista de andanzas, vivencias y hasta de nuevas aventuras.

Lo que sale en la pantalla no es más que el ensueño de una realidad que nos resulta inaccesible en lo cotidiano. Una historia de amor perfecta –sin mentiras o trampas o cicatrices-; un viaje hacia las auroras boreales sin pasar frío o sufrir inclemencias; unos recuerdos de infancia sin tristeza alguna, con meriendas ofrecidas por mano amorosa o cuentos escuchados al calor del hogar.

Cuando cambio de cama o de sillón de lectura, cuando como en platos diferentes y bebo en copas que no son mías, siento que la vida me está haciendo el regalo de saberme privilegiada porque esa cama es caliente, cómodo el asiento y protector el entorno sin gente que grite a mi puerta ni leyes ajenas que quieran restringir mi libertad.

En esa tesitura, jamás echo en falta las cosas que no me son necesarias para estar en paz conmigo misma. Sé entonces que podría vivir lo que me queda de biografía sin volver a ver Netflix, ni la última de la Coixet, ni reir con las payasadas amables del Calleja.

Sé que hay gente que llega a un hotel en las antípodas y van derechos a ver si en la pantalla pegada a la pared hay imágenes mejores que las que les brinda la realidad al otro lado de la ventana. Es una adicción como cualquier otra esto de ver la vida con los ojos de los que la filman para mostrárnosla.

Quizás la literatura sea algo parecido, lo pienso ahora y puede que a los lectores de libros haya que darnos de comer aparte porque de ellos –los libros- no prescindo ni en el más lejano confín al que me lleven los pasos, aunque no sea más que un ratito antes de dormir, como mis oraciones agradecidas al final del día.

Por eso desde hace una semana no tengo tardes de cine, sino puestas de sol a la orilla del mar o rodeada de árboles. Y ni tan mal.

Felices los felices.

LaAlquimista

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