viernes, 3 de diciembre de 2021

Consumir, consumir...¡Qué pereza!

 

Consumir, consumir, consumir…¡Qué pereza!

Que conste que este post no va de apologías anti-consumismo ni de moralejas pilladas con papel de fumar. Va de contar lo que veo ahora y compararlo con lo que vi antes y, de esa confrontación, sacar conclusiones que me sean beneficiosas.

Los de mi generación –los que ya no cumpliremos los 60- tenemos buena memoria de cómo se ha ido avanzando en la idea de que la felicidad estaba en las cosas más que en los conceptos. Es decir: yo de niña quería una bicicleta y me quedé sin ella toda la infancia porque mis padres consideraron que era un gasto superfluo, que bastaba con ir al parque y alquilar una por horas el sábado por la tarde. Así que mi felicidad de entonces se basaba en “andar en bicicleta el sábado por la tarde”, no en el hecho de “poseer una bicicleta”.

De esa misma manera, me tuve que conformar con leer libros prestados, escuchar mi música favorita en la radio o vestir de uniforme entre semana y los domingos, pues eso, ponerme “la ropa de los domingos”. Y a dar paseos “higiénicos” en vez de ir a cafeterías o cines de estreno, a salir al monte o a la playa los veranos pero aquí cerca, sin alejarme demasiado del portal de casa….

Pero cuando gané mi propio dinero fui verdaderamente consciente del poder que tenía en mis manos. Algo así como si aquella “felicidad” que me fue negada en la infancia por imposición educacional, pudiera abarcarla de golpe en la juventud simplemente con el gesto sencillo de sacar el dinero de la cartera y elegir lo que quería comprar.

Así compré “libertad” con mi primer coche, “autoestima” con los trapos traídos de Londres con los que me vestía, “mundología” viajando hasta los límites del pasaporte y “reafirmación social” asistiendo a cuanto evento de campanillas se celebrase en mi entorno o –rizando el rizo- yendo a Paris a ver alguna exposición de moda.

Consumí, consumí y consumí todo lo que daba de sí mi presupuesto de mujer trabajadora, hasta que llegó un momento en el que me di cuenta de que me aburría soberanamente tener la casa llena de libros y discos, los armarios con ropa que ya ni me ponía, la despensa con vinos de marca y latas de delicatesen. Mi existencia estaba apuntalada en el consumo de todo lo que se me pusiera por delante.

Fui incapaz de hacer caso de las enseñanzas de mis padres de que había que ser austero –ellos habían pasado una guerra, yo no-, desdeñé el concepto roñoso del ahorro “para el día de mañana”, quise experimentar lo que era el hedonismo aunque costara mucho dinero y, en definitiva, me convertí en “hija de mi tiempo” más que en hija de mis padres.

Han pasado unos cuantos lustros y he ido envejeciendo (madurando, que dicen otros) y reestructurando mi lista de prioridades de las que no se ha caído el consumo de bienes materiales. ¿Es que no he aprendido nada? ¿Es que sigo siendo una persona superficial como lo fui durante mi primera (y segunda) juventud?

Tropecé con una de las más grandes contradicciones del ser humano, ésa que postula de la siguiente forma: “Haz lo que yo digo y no lo que yo hago”, en boca de gurús, vendedores de humo, falsos “espirituales”, “maestros” de sus cosas. Modas, modas, modas. De hecho, sigue existiendo la tendencia a ser inconsciente con tranquilidad y luego tener el cuarto de hora de recogimiento meditativo o como lo queramos llamar.

La economía está basada en el consumo o, dicho de otra manera, si dejáramos de consumir acabaríamos como en Corea del Norte. Así que sigo gastando mi dinero, pero con conciencia absoluta de que no puedo –ni debo- estirar más el brazo que la manga.

Ahora que viene la época del consumo por antonomasia me lo voy a tomar con mucha calma. Regalos testimoniales de mi cariño hacia las personas. Y algún regalo del cariño que me tengo a mí misma. Que los extremos siempre han sido muy malos…

Felices los felices.

LaAlquimista

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