viernes, 3 de diciembre de 2021

Guerra a los trastos viejos

 

Guerra a los trastos viejos

Hace un par de semanas tomé una decisión drástica. No para con mi vida en sí sino para con “las cosas” que conviven conmigo. Y me explico.

Compré una maleta de tamaño grande para viajar más ligera de equipaje que con dos pequeñas (con manos libres, por lo menos) y al ir a guardarla en mi tenderete/trastero me di cuenta de que aquello parecía la cueva de Diógenes. No sólo por la cantidad de trastos amontonados sino por la porquería con la que habían hecho amistad.

Así que empecé a sacar y tirar como si no hubiera un mañana. Lo primero de todo, las maletas viejas (que para qué las quiero si me he comprado una nueva). Las dejé junto a los contenedores de mi calle a media mañana en un primer viaje de los varios que se me anticipaban. En el segundo, dejé una bolsa de esas “rumanas” llena de sábanas y fundas de edredón de cama de 90 –para qué las necesito si no tengo  ya ninguna de esa medida-, y comprobé sorprendida, que las maletas ya no estaban en el sitio de lo “basurable”.

En un tercer viaje deposité el viejo carrito de la compra –que había guardado lleno de tiestos vacíos cuando compré uno nuevo- y había desaparecido el bolsón con la ropa de cama. Esta es la realidad y no la que venden en los anuncios de la televisión.

Cayeron bajo mi firme decisión y sin solución de continuidad bolsas enormes llenas de disfraces de mis hijas, ropa en mediano uso y todavía de buen ver, calzado, bolsos, sombreros y bisuterías diversas. Hasta la Enciclopedia Ilustrada Salvat. Todo desapareció en pocas horas gracias a esas personas que van recogiendo de las basuras lo que  todavía puede ser revendido.

En estas idas y venidas me iba cruzando con los vecinos que me preguntaron: A) si me iba de viaje –cuando me vieron con las maletas. B) si me cambiaba de piso C) si me había dado un ataque de “locura limpiadora”.

Y así supe que algunos de ellos guardan en cajas (grandes) los libros del bachiller o la carrera de sus hijos, los libros de cuentos, juguetes viejos y peluches desmochados que “no les dejan tirar” unos vástagos que hace años –o incluso lustros- que han abandonado el nido familiar.

Me contaron de cómo almacenan en cajas bien precintadas los objetos sobrantes de sus hogares en trasteros o garajes. Y cuanto más me decían más furia me entraba por sacar y sacar más cosas. Allá se fueron botes de pintura de brocha gorda que sobraron del último adecentamiento de paredes. Los azulejos sobrantes de cuando “hice los baños”- qué para qué puñetas los quiero-, bombillas de todos los tamaños que ya no sirven para nada, herramientas roñosas, cables, casquillos, sprays medio vacíos, periódicos viejos, revistas antiguas, libros con las letras enmohecidas.

De lo que más me cuesta desprenderme es, precisamente, de los libros porque, aunque dejé una primera remesa en un banco del jardín, esos no se los llevó nadie. Los estuve rondando a ver si eran de la apetencia de algún lector anónimo, pero no. Así que, pasadas unas horas, los recogí –a fin de cuentas eran mi basura- y los tiré al contenedor de papel, venciendo la tentación de tirarlos al de orgánico porque para mí seguían estando llenos de vida.

Os lo recomiendo encarecidamente a todos los que acumuláis por desidia y pereza. No se trata de cambiar de sitio los trastos viejos, sino de deshacerse de ellos definitivamente para que, cuando llegue el día (lo más lejano posible) en que paséis a mejor vida, vuestros herederos no vean la cantidad de porquería que habíais almacenado.

Ahora me siento mucho mejor, más liviana, con sitio libre en armarios, cajones, altillos y tendedero para seguir guardando esas cosas que seguramente me volverá a dar tanta pena tirar…

Felices los felices.

LaAlquimista

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