viernes, 3 de diciembre de 2021

En el cementerio no queda nada

 

En el cementerio no queda nada

 

Mi madre, que era creyente y además teóloga de formación, lo repetía continuamente: en la tumba de la familia no queda nada. Y si ella lo decía sus razones tendría. Así que yo misma, descreída y atea por grandes convicciones religiosas, le hago caso y paso. Paso de llevar crisantemos a la calle San Prudencio, paso de comer huesos de santo de crema o nata, paso de acordarme de mis muertos en fecha fija.

Mis ausentes cada vez son más, ley de vida, qué voy a decir. De hecho, fallecida mi madre hace un par de años, digamos que yo soy la siguiente de la lista por mi condición de primogénita. Somos de genética dura –por lo menos por línea materna- ya que mis familiares fallecieron según lo previsto y esperado, es decir, después de una vida larga aunque no sé si plena.

Pero cuando se empezaron a ir los de mi edad -mi primer marido y algunos queridos amigos- antes de tiempo empecé a afrontar una realidad que se desmarcaba de esa presunta inmortalidad en la que nos habíamos instalado todos cuando éramos jóvenes, -como prerrogativa de la inconsciencia, tal parece que eso no ha cambiado al ritmo de los tiempos-.

El “orden natural” dejó de estar ordenado y de ser natural desmarcándose de lo previsto y establecido en la mente colectiva. Aunque todavía tengo que agradecer al Universo que no se haya ido más gente de mi quinta, y sobre todo gente cercana  más joven que yo.

No tengo ni idea de qué es lo que pasa después que el cerebro se quede en off; ni me preocupa, mi verdad sea dicha. No vivo pensando ni en beneficios futuros ni en castigos amenazantes, pienso que lo bueno que pueda haber en la vida es para degustarlo en el momento presente y que las meteduras de pata también caducan, se pudren y confunden con la tierra, en un compost anímico al que van a parar nuestros sueños rotos y nuestros anhelos abortados.

Nada importa y todo es necesario. Mis seres queridos que murieron siguen vivos  en mi corazón y no tengo que llevarles flores ni hoy ni ningún día. Reducir el recuerdo de un ser humano amado a dos metros cuadrados de piedra y tierra se me hace innecesario y carente de sentido. Es más, pienso que la mayoría de las personas que hoy inundarán los cementerios lo saben y, a pesar de ello, siguen cumpliendo con una tradición que se ha convertido en “obligación social”, sobre todo en los pueblos. Todos tenemos nuestras debilidades, dejémoslas estar si no hacemos daño a nadie.

Otra cosa es que nos guste tener un sitio de referencia para identificar al ser amado que se fue, los humanos necesitamos “agarrarnos” a grandes y pequeños mitos antes de aceptar nuestra humana insignificancia. Por eso el espíritu de mis muertos queridos habita ahora en mi corazón y en “la estrellita cariñosa”, esa luz brillante que me saluda cada noche y que los astrónomos llaman Arturo. Buen sitio para estar presente en mi vida y en la de mis hijas…

Felices los felices, malgré tout.

LaAlquimista

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