viernes, 13 de marzo de 2015

Una ramita de perejil y agua del Jordán

 

Cuando empecé el otoño y sentí la necesidad de cambiar de piel, supe que este año iba a terminar de forma diferente de los demás. Intenso y doloroso, definitivo y efectivo, el cambio no se limitó a lo interno, a reubicar mis afectos o desprenderme de relaciones tóxicas; no fue únicamente una “caída de la hoja” al uso, sino un revolcón externo también. Así pues, empecé por vaciar –uno a uno- los armarios de la casa, apilando recuerdos, desechando recuerdos, reabriendo heridas y suturándolas a la brava. Metros y metros cúbicos de libros, apuntes, cuadernos de poemas, cartas de amor, fotografías en papel, en diapositivas, en soporte informático. Desde los pendientes de bolita de oro del bautismo hasta el último anillo recibido con amor, pasando por toda la parafernalia de casi sesenta años de vida de mujer perteneciente a una sociedad rica, consumista, interesada en el tener más que en el ser.

Fueron tres meses de revolución total; acampando en cada extremo de la casa mientras la pintura, los barnices, el cemento y la madera lo invadían todo. Llenando bolsas de basura king size diariamente; regalando muebles en buen uso todavía, juguetes de varias infancias, baúles de ropa “buena” que se guarda por decreto/ley, llenando el contenedor azul de cartón/papel con mil escritos inservibles, mis poemas caducados y todos los amores perdidos. Me deshice de toda una vida en objetos, en recuerdos representados por cosas, anulé las huellas del amor tirando los colchones, comprando sábanas nuevas y deshaciéndome de las toallas que me secaron el cuerpo y las lágrimas.

Tiré toda una vida fuera de mí y quise empezar en limpio el borrador de los años que me quedan, aunque no es “empezar de cero” –lo que sería imposible pues la carga emocional ya está ahí para siempre- sino continuar viviendo más ligera de equipaje. Equipaje material y afectivo, bagaje emocional familiar, amistoso y social. Se acabó el ir por la vida como “el baúl de la Piquer”, arrastrando amistades sin fundamento, cohesión, ni intereses en común. Se acabó el contar con personas que dejaron de contar conmigo hace años aunque lleven la misma sangre por las venas; se acabó lo que se daba porque no podía ser de otra forma.


Abrí las ventanas para que el aire corriera por todos los rincones desde el amanecer; una gran vela blanca presidiendo la estancia principal y un pequeño cuenco con agua del río Jordán (recuerdo de un maravilloso viaje realizado con mis hijas). El incienso de rigor y una ramita de perejil y la energía positiva de varias personas limpias, buenas, honestas.


Fuimos asperjando el agua ayudándonos de la ramita de perejil en cada una de las estancias, mientras quien lo hacía pronunciaba un buen deseo desde el corazón. Las bendiciones se fueron desgranando una a una por cada uno de los rincones y esa noche la energía positiva llenó mi casa y nuestros corazones. El ritual de las bendiciones es tan antiguo como el ser humano y, bajo mil formas diferentes, siempre encontramos la manera de hacerlo porque nos sigue siendo necesario que nuestro pequeño mundo esté limpio de energías que no nos ayudan y ecos de voces que ya no queremos escuchar. Saber desprenderse de fantasmas (aunque estén vivos) es como arrancarse un esparadrapo gigante que cubre el alma; al hacerlo se queda enrojecida y pica durante algún tiempo, pero luego la piel se regenera y estamos dispuestos a volver a empezar con más tranquilidad y sabiduría.

Ahora ya no queda más que seguir viviendo…

En fin.

LaAlquimista

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