viernes, 27 de marzo de 2015

Volverse a enamorar




Ni siquiera cuando era joven pensé que el amor era exclusivo de los jóvenes; yo no fui de esas que apostrofaban de “patéticos” a dos personas mayores cogidas de la mano ni me reí nunca ante el beso en la boca de unos septuagenarios. El amor y sus manifestaciones me han parecido siempre un milagro y como tal lo respeto y venero. Aunque ahora hay mucho “estrecho” que dice que es de poca vergüenza que los ancianos se enamoren o, sin ir tan al extremo, que si dos personas talluditas –pongamos de más de cincuenta años- sienten algo la una por la otra pues bueno, de acuerdo, pero que no hagan el ridículo en público como si tuvieran veinte años.

¿Qué son los besos, yogures que caducan? ¿Qué los abrazos, qué el mirarse a los ojos, patrimonio de la humanidad menor de treinta años?

Cuando uno se enamora de escapa del mundo y se eleva, se eleva –hasta esa estratosfera donde no hay sentido del ridículo, ni convencionalismos sociales, ni escándalo público, ni juicios ni prejuicios- y es allí donde se mezclan la pasión y la ternura, el deseo y la dulzura, es en ese espacio inviolable, único e intransferible, donde se gestan los sueños eternos que van a durar lo que duran las cosas del amor, pero que en esos momentos van hasta el infinito y más allá.

Si hablamos de endorfinas está claro que su segregación remite con la edad física; si vamos a contar prestaciones amatorias, la próstata juega malas pasadas y la menopausia unas cuantas también. Si nos quedamos en lo puramente físico no se puede comparar, -afortunadamente-, porque el corazón no resiste siete orgasmos a partir de cierta edad-, ni se puede comparar ni hace falta hacerlo.

Pero se me ha ocurrido hablar de volverse a enamorar, esa magnífica posibilidad que nos sigue acechando, incluso a quienes estamos ya en el otro lado de la montaña, “over the hill”, empezando a bajar la pendiente que se vislumbra desde la cumbre.

Un enamoramiento a los ocho años es dulce y no patético. El mismo sentimiento a los sesenta o setenta también puede albergar toda la dulzura de las mariposas en el estómago porque es un círculo que se cierra –el de nuestra existencia- y el amor sigue estando presente aunque no se manifieste con estridencias, seguramente porque no se lo permitimos.

Volverse a enamorar…habría dos bandos opuestos si se lanzara la pregunta al aire. Uno, el de los gatos escaldados que ya han sufrido y padecido las mieles y hieles del amor y que prefieren no volver a intentarlo para ahorrarse el sufrimiento que lleva implícito el gozo. Otro bando, el de aquellos soñadores, corredores de fondo, que no cejan aunque se cansen, aunque se caigan, porque sienten en su interior que, a pesar del precio a pagar, vale la pena volverse a enamorar.

Por supuesto que no es todo tan fácil como decir: “hala, pues me apetece volverme a enamorar y voy a hacerlo”, porque cuando se busca se encuentra o no se encuentra y en la espera también se desespera, aunque influye mucho la actitud. Si ésta es abierta y positiva, esperanzada y alegre…llegará mucho antes de lo imaginado. Si, por el contrario, las puertas están cerradas es imposible –o lo dejamos en improbable- que ocurra. Quien tiene muy claro en su interior que nunca volverá a amar, está echando sobre su mente esa certeza convertida en sentencia, está proyectando esa fuerza –negativa, pero fuerza- hacia afuera y rebotará en los demás y le volverá a su corazón entera y reforzada. No volverá a amar.

Luego están (estamos) “los otros”, los que siguen cuidando a su “niño interior” y despiertan cada mañana sintiendo que ése puede ser un día feliz –hoy mismo- y que a la vuelta de la esquina, quizás, se detengan en una persona-humana que haga saltar por los aires las manías, las costumbres adquiridas de tanto tiempo sin enamorarse y resurjan con fuerza los deseos de volver a tropezar con la misma bendita piedra del amor.

Por y para ellos mi post de hoy. Porque el enamoramiento es bueno para la piel a nuestra edad, quita arrugas en vez de sacar espinillas, nos permite abrazarnos en camas de 2 x 2 en vez de en bancos de los parques y no hay que pedir permiso a los padres para ir a dormir a casa de un amigo. Sinceramente, no le veo más que ventajas…

En fin.

LaAlquimista

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