jueves, 28 de mayo de 2015

Lo he intentado pero no ha sido posible (o cómo odiar los gimnasios)





La filosofía del “no digas que es imposible si no lo has intentado” me ha parecido siempre una especie de lanzamiento de guante a la cara, un reto que, si no lo aceptas, es como si fueras cobarde o pusilánime, y a pesar de ello, no pocas veces he picado, ya que tengo una lista larguísima de cosas que nunca he hecho en mi vida porque, en mi interior, me negaba a hacerlas, oponiendo una resistencia más que importante, con unos “noes” por bandera que parecía que me iba en ello la tranquilidad emocional.

“Noes” importantes han sido, los que les lancé a las drogas cuando llamaron a mi puerta en la juventud; otras negaciones viscerales salieron a flote, en un tiempo pasado también, ante los cánticos de sirena del modus operandi de una progresía que quería probarlo todo –o casi todo- en términos de promiscuidad –sexual, política o emocional. Un “NO” enorme fue el que enarbolé ante situaciones que me hacían sentir que mi dignidad se veía comprometida o cuando cualquiera de los diferentes tipos de maltrato al que nos vemos expuestas las mujeres en esta sociedad (familiar, afectivo y laboral) me anduvo rondando.

Pero hoy quería hablar de los “noes” pequeñitos, esas situaciones a las que nos hemos negado desde siempre y que, un buen día, para no oir más charlas aburridas, decimos; “pues, vale, venga ¡sea!”. Y de esa manera, después de haberme negado a ello durante toda mi vida…me apunté a un gimnasio justo cuando acababa el verano.


A mí es que no me gusta hacer deporte porque me canso, la verdad sea dicha -es una broma. Claro que el ejercicio físico es vitalmente necesario, sobre todo a partir de cierta edad en la que todo va cuesta abajo en vez de mantenerse y que algo hay que hacer cuando se acaba el pegar saltos en las discotecas (ejercicio), pasarse horas lanzándose desde el trampolín en el gabarrón (ejercicio) o corriendo detrás de la rutina de la superwoman que se levanta a las siete de la mañana y no para hasta las diez de la noche (ejercicio).

Tampoco me gusta correr (¿no es de cobardes? -más broma), ni andar en bicicleta aunque desgasté en mi juventud más de una, ni esquiar después de haberme deslizado de mala manera por montes blancos varios, ni nadarme las piscinas –que todavía no sé nadar metiendo la cabeza en el agua, ni tumbarme encima de un balón de goma a doblarme la espalda- mi particular fiasco con el pilates, así que, como algo tenía que hacer para demostrarme a mí misma que si no lo había intentado era por cabezonería, me apunté a un gimnasio.

Ya me avisaron que no me iba a servir para adelgazar esos cinco kilos que me sobran indecentemente desde hace unos años, pero que me iba a sentir mucho mejor haciendo ejercicio cardio-vascular y que se tonificarían mis músculos, adquiriendo más fuerza y todo eso. (Por cierto, hacer el amor ¿no es un ejercicio completo también?)


Pero a lo que iba; lo que no me dijeron es que me volvería loca escuchando a primera hora de la mañana –con las neuronas todavía medio adormecidas- un cd sin fin de música machacona, con unos decibelios por encima de cualquier legislación, para ayudar a mantener los diferentes ritmos gimnásticos: máquinas, “spinning”, bici estática, levantamiento de pesas (pesitas) y estiramientos varios. Y mira que al principio estaba ilusionada con la cosa de “machacar” un poco el cuerpo y darme cuenta de que podía con ello; me hacía sentir incluso un poco más joven. Pero no ha podido ser y la culpa es tan sólo mía por no ser capaz de violar mi silencio interior durante cincuenta minutos en días alternos. Reconozco que soy un bicho raro, que donde otras mujeres y hombres disfrutan, se relajan interiormente haciendo ejercicio físico, yo me estreso con la barahúnda ambiental.

Así que ya puedo decir, con conocimiento de causa, que los gimnasios no son para mí, tal y como había intuido durante todos los años en que me había negado a asistir a uno de ellos.  Desde hace unas semanas que he vuelto a mis larguísimas caminatas solitarias, mañaneras, silenciosas, llenas de aire fresco y lluvia o sol –lo que toque ese día; esas dos horas o diez kilómetros en los que soy yo misma en un vacío interior gratificante o divagando sobre cualquier tema o incluso escuchando música (a ser posible clásica) con los auriculares.

Vuelvo a mis paseos por los montes cercanos, por la orilla del mar, por el bosquecillo que tanto le gusta a mi perro, vuelvo al maravilloso encuentro conmigo misma a la vez que hago ejercicio, sano, libre y barato. Pero que no se diga que no lo he intentado…

En fin.

LaAlquimista

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