miércoles, 11 de noviembre de 2020

Melancolía

 

Melancolía

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El sol de media tarde se cuela sin pedir permiso sobre las faldas de la cama; también sin llamar a la puerta un atisbo de melancolía viene a saludarle. Se juntan entre los visillos la luz dorada y la grisura de ánimo; mala pareja en este baile que se empeña en ser incluso cuando la música ya no está.

Hija de estos padres extraños la galbana se tropieza con el segundero del reloj reclamando su ser perezoso. Despacio, muy despacio, cada minuto es un racimo de suspiros sin rumbo, como esas cartas que ya nadie envía porque no tienen quien las lea.

La puerta de tu cuarto se cierra de golpe, sobresaltando la calma. Te gusta mantener una rendija para que entre aire fresco –dices- o quizás sea una grieta por la que se pueda escapar la tristeza. No puedo saberlo y ya no estás para contármelo, has vuelto a irte en pos de tu camino. Tú eres la vida.

El silencio rompe con fuerza ese latido que me palpita en la sien, pelea por recuperar su reino de calma diluyendo en un pequeño eco en sordina aquello que le incomoda. Cuando todo se aleje, el silencio gritará por todos los rincones de la casa y, como un aria loca o muda, llenará cada rincón su majestad la melancolía.

He dejado de lado, cansada, el libro de un poeta empeñado en glosar la presencia de la ausencia sintiendo que no sabe nada de lo que escribe, quizás quiso llenar páginas que le habían comprado de antemano y se perdió en ripios y florituras prefiriendo escribir en vez de sentir. Porque cuanto se siente es absurdo, inane y hasta un poco estúpido intentar expresarlo con palabras escritas, como hago ahora mismo acariciando con malicia mi espíritu contradictorio.

El poeta está abocado a transmitir vacuidad o a engañar a otros por sentimientos interpuestos; el poeta quiere tañer esa cuerda desafinada que es la tristeza individual y convertirla en algo hermoso; un canto, quizás, una elegía, porque siempre se glosa lo que ya no está, a quien se ha ido…

Fuera, la vida ya no sigue, camina a trompicones y con miedo de que la sancionen. Algún perro pasea a su amo con paso distraído. Un niño tira de su madre con aburrimiento. Un coche con luces azules en el techo hiere la perfección de una carretera vacía. Los vecinos callan o aúllan, según la hora del día o rumian –sospecho- su propia melancolía.

Ahora que la vida se ha ralentizado, después de la vorágine de ir y venir y no querer parar para no pensar o para no sentir, asoma por una de mis esquinas el trabajo que había dejado pendiente: el duelo.

En vez de lágrimas, me aflora una melancolía amiga que me arropa, calienta y protege como aquellos abrazos de los fríos días del invierno y en la que me encuentro a gusto, tranquila y sosegada.

La melancolía también puede ser la felicidad de estar triste. Quién sabe nada.

Felices los felices.

LaAlquimista

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Fotografía: Cecilia Casado. Parque de Cristina Enea. Donostia.

 

 

 

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