miércoles, 11 de noviembre de 2020

¿ Y ahora, qué ?

 

¿Y ahora qué?

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Pertenezco a una generación que acataba a pies juntillas los mandatos religiosos y sociales en cuanto al destino de la mujer, que variaba según hubiera soplado el viento: esposa, madre y criada en la mayoría de los casos o “señora de” y matriarca/directora general de la empresa familiar. Mi madre mandaba y mi padre hacía como que obedecía para que hubiera paz en el gallinero familiar. (Mujer y cuatro hijas era todo un reto para un hombre de la época)

El caso es que nos llevaron al colegio de monjas, luego a la universidad y después esperaron a que eligiéramos pareja para formar una familia –no se contemplaba otra alternativa- y darnos la “dote” oportuna para poder empezar con buenos cimientos el “edificio” de la vida. Hasta aquí las líneas generales; luego cada una escribió su propia biografía con la tinta que había elegido.

Te casas y trabajas; o trabajas y luego te casas. Y tienes hijos. O no los tienes, pero ya estás en la rueda del hámster que no va a parar de rodar hasta que pase algo como un cataclismo cósmico. Rueda y rueda y de repente ya tienes cincuenta años y tus hijos no están –o porque se han ido o porque nunca han estado-, y tu marido ni está ni se le espera porque él tampoco sabe muy bien si viene o si va en esa rutina de casi treinta años en la que habéis tenido tan pocos atisbos de libertad.

Libertad. Entendiéndola como un poco de tiempo para algo personal, o un espacio para una habitación propia (o con vistas) o un respiro para ser uno mismo, ese sueño callado y oculto que no servía de nada poner encima de la mesa a la hora de la cena porque se cosechaba un encogimiento de hombros, una aceptación fatal, un maldito “es lo que hay” a toda una vida –que ya eran años- de hacer lo que había que hacer.

Un buen día, sin aviso previo –porque estas cosas no son anunciadas- te despiertas por la mañana y no reconoces a la persona que duerme a tu lado. Vas al baño y te mareas ante la soledad del espejo. En la cocina, todo está en orden en vez de en desorden, sin sorpresas, la rutina de siempre, el café en la taza que comprasteis en Londres, justo hasta la raya de la bandera y con una nube (¡dos gotas!) de leche templada (¡templada, no caliente ni fría!) y las tostadas en rebanadas iguales, sin que se desmiguen, y sólo por un lado porque si no quedan secas…

Pero hoy no tienes ganas de servir el desayuno porque a ti te basta con un vaso de té bien caliente y te quedas mirando por la ventana a la pared de la casa de enfrente o a los árboles que se ven más allá de la pared de la casa de enfrente y, a pesar del cálido líquido en tu estómago, sientes un escalofrío y te sube, como una arcada, la pregunta mil veces contenida: “¿Y ahora, qué?”

No hace falta caerse del caballo como San Pablo para recibir la iluminación. Ésta ha vivido en nuestro interior desde siempre aunque haya tardado tantos años en hacerse camino entre la miasma de la educación, la culpabilidad y el qué dirán para brotar finalmente, imparable.

“Ahora, otra cosa”, así de sencillo. Lo que sea, como sea, con quien sea o donde sea. Pero ya han transcurrido los tres actos de la historia de tu vida, comedia, drama o tragicomedia y sólo queda el epílogo. Y te han dejado el libreto en blanco para que lo escribas tú. Y para que lo dirijas tú. Menuda papeleta.

Felices los felices.

LaAlquimista´

Recomiendo la película “My happy family” de los directores georgianos Nana Ekvtimishvili y Simon Groß. Impagable.

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