miércoles, 11 de noviembre de 2020

El arte de perdonar

 

El arte de perdonar

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Por lo que recuerdo de mis años de infancia y adolescencia una de las enseñanzas con la que más me machacaron los que ejercían poder sobre mi persona (padres y monjas) fue la de la tranquilidad que debía guiar mis (malos) pasos en esta vida porque TODOS mis pecados serían PERDONADOS. Así las cosas, no parecía muy difícil bandearse entre los vericuetos de la vida porque, total, bastaba con arrepentirse, pedir perdón et voilà! pelillos a la mar.

Pero esta magnanimidad divina no tenía su correspondencia en las actitudes humanas, ni muchísimo menos. Porque en lo de andar por casa, en lo cotidiano con sus errores, faltas y demás pequeños desatinos que me empeñaba en cometer, a mí no me perdonaba ni dios, valga la anecdótica paradoja.

Mis padres y las monjas tenían memoria de elefante –o un pc en la mente- para acordarse de todas y cada una de las “fechorías” que yo cometía, presuntamente con mala intención, por rebeldía o por opuesta voluntad a la autoridad competente. Y no me pasaban ni una, no perdonaban ni aunque hincara las rodillas, agachase la testuz y derramase litros de lágrimas de arrepentimiento. “El que la hace, la paga”,- decían- y otro domingo castigada sin salir.

Curiosamente, cuando crecí lo suficiente, me empezaron a insuflar conceptos contradictorios en cuanto a lo de “perdonar”. Es decir: a mí no se me pasaba una, pero yo tenía que “tragar” con lo que me quisieran ofender los demás. No entendía nada hasta que me casé y mi primera suegra (cada marido que se precie lleva una suegra en el ajuar) me dejó bien clarito que “las mujeres casadas tenemos que aguantar”, así en general, aunque yo me di cuenta enseguida de por dónde iban los tiros.

Así que, por la paz un avemaría y todo eso, aprendí a “perdonar” aunque no se me pidiera perdón. Todo un arte que fui desarrollando en los siguientes lustros como experiencia impagable que sumar a mi currículo vital, no únicamente matrimonial.

Porque tuve que perdonar los desafueros para los que no había “perdón de Dios”, como se decía; callar ante humillaciones de alcoba, tragar carros y carretas del parque móvil familiar. Perdonarlo todo, así en general y sin especificar demasiado, porque eso era lo que se esperaba de mí.

A mis padres por el maltrato –físico y del otro- recibido y la ausencia de cariño que fueron enseña de muchos años de la convivencia (en realidad de todos, hasta que me invitaron a marcharme de casa); a mis empleadores por abusar descaradamente de mis conocimientos y aptitudes pagándome menos que a mis compañeros varones por realizar el mismo trabajo; a mi primer marido y a mi segundo marido por faltarme al respeto con descaro manifiesto por aquello de que ellos “sí podían” y yo “no debía”.

Aprendí tan bien el “arte de perdonar” que ahora mismo, a mi provecta edad, ya no hace falta que nadie venga a pedirme perdón por nada porque ya sé perdonar de antemano, sin necesidad de que se me pongan de rodillas con lloriqueos de reptil.

Quizás “perdonar” signifique lo que dicen que era en su origen: “per” “donar”, es decir, dejar de dar a alguien lo que le correspondía por derecho o por ley. Quitar un castigo, evidentemente, borrar una multa, eximir de una culpa. Renunciar a un derecho, en resumidas cuentas.

Así que me temo que ya ando sobrada de sabiduría para “perdonar” de esta manera; y si se me olvida ya vendrá alguien raudo y veloz a recordarme que tengo que tener –como siempre- la manga muy ancha para no tener en cuenta lo que me pueda parecer que me ofende.

Total, que cuando alguien “me pide perdón” me da la risa. Como si fuera algo que yo tuviera y al otro le falta…

Felices los felices.

LaAlquimista

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