miércoles, 11 de noviembre de 2020

Deseos insatisfechos

 

Deseos insatisfechos

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De repente me canso de leer novelas –gracias Juan Gómez Jurado por las muchas horas abducida- y siento como si me estuviera de alguna manera haciendo trampas a mí misma. Cuando me aprieta el alma –caso de que exista algo parecido- tengo que aflojar la presión como sea y el camino más fácil que encuentro suele ser “distraerme” para que la mente descanse en su frenético deambular hacia ninguna parte.

Sé entonces cuál es la dirección que debo tomar, el golpe de timón que necesito aunque me suponga tropezarme con un oleaje desfavorable y a merced de vientos agresivos. Es en esos momentos en los que busco la quietud, el silencio, ese “retirarme a mis aposentos” cuando se abren las compuertas que habían estado conteniendo la avalancha de emociones, pensamientos constreñidos y deberes por hacer.

Me canso entonces de leer novelas, ver series de misterio y hacer comidas con demasiada sal y paso directamente a esas lecturas trabajosas que me pueden dejar los sesos hechos gelatina pero que van inoculándome esa paz, esa tranquilidad que tanto necesito para dejar de sufrir los días pares y estar inquieta los impares.

Mi “fondo de armario” libresco guarda muchas páginas de filosofía, religiones y todos esos “rollos” con los que es muy difícil bailar porque te cambian el paso sin avisar dejándote sola en medio de la pista de baile de la vida, desorientada y con ganas de llorar.

Es entonces cuando Siddharta Gautama me recuerda que “todo sufrimiento proviene de los deseos insatisfechos” y releyendo la vida del príncipe que se buscaba a sí mismo me sacude las entretelas y me pone en mi sitio (más o menos). ¡Cuánto habré sufrido por no poder conseguir mis deseos, por no llegar a transformar en realidad mis anhelos! Y cuánto sigo sufriendo porque esa lección se me sigue atragantando inmersa como estoy en un mundo que me empuja a lo superficial penalizando la introspección y la reflexión… Quiero estar con mi familia, la añoro, la necesito; quiero ser abuela de mi nieta, amatxo de mis hijas, reunirnos cada dos domingos a comer y cocinarles lo que más les gusta; quiero, quiero, quiero… y de ese deseo imposible de realizar surge el sufrimiento que ningún divertimento me apacigua…

Es entonces cuando Jidu Krishnamurti (“La libertad primera y última”) me obliga a repensar qué hago con mi vida, con mi tiempo, con mis acciones y omisiones y me aplasta un incómodo espejo contra la cara para no convertirme en una cobarde plañidera que desperdicia su tiempo en quejas y condolencias en vez de aprovechar el privilegio de SER…todavía.

Esta cultura nuestra (me refiero a la “cultura de la incultura”) que empuja a la satisfacción, lo más inmediata posible, de los deseos dejándonos abandonados ante la frustración que se deriva de la no obtención de esos objetivos superficiales, materiales o de pura soberbia y egotismo personal. El ego manipula, se infla y se desinfla y, como si te arrancaran las uñas una a una, comienza el sufrimiento imparable, imposible de contener.

Echamos mano entonces de paliativos para ese sufrimiento –o placebos- en forma de terapias, pastillas de colores o un vale regalo de muchos euros para gastar en nuestra tienda favorita. Nada sirve, nada, pero hace falta haber quemado muchos kilómetros por la “Ruta 66” para darse cuenta de que habíamos tomado la carretera equivocada. Al final, también la descatalogaron….

Así que, poquito a poco, voy tachando deseos de la larguísima lista que he ido componiendo a lo largo de la vida, eliminando unos, añadiendo otros, para ver si tienen razón esos sabios que no amaban las sinfonías de este mundo sino que vibraron con el silencio de su interior, de ese hueco que todos tenemos dentro y al que tanto miedo nos da acceder a pesar de formar parte de nuestra propia esencia.

Pero hay un deseo al que no pienso renunciar jamás mientras viva y es que mis hijas estén bien y me superen en sus afanes. Que no sufran más que lo justo y que no deseen más de lo que puedan abarcar con sus brazos. Para que no les pase como a mí.

Felices los felices.

LaAlquimista

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*** “Sobrevolando la ciudad” Marc Chagall 1924)

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