jueves, 10 de febrero de 2022

Lo que se aprende viajando

 

Lo que se aprende viajando

Un viaje propiamente dicho comienza en el momento en el que se toma la decisión de moverse de un sitio a otro, cuando ese gusanillo reconocible comienza su labor de zapa, cosquilleando el ánimo e inoculando las ganas de cambiar el decorado vital. Es justo en ese instante, al hacer sitio en el calendario, cuando empieza el viaje.

Quizás sea cuando haya que reconocer lo inútiles que podemos llegar a ser haciendo una maleta y metiendo el doble de cosas de las que vamos a necesitar que no es más que el reflejo de una inseguridad disfrazada de precaución.

Al pensar el viaje también asomarán la cabeza las manías a las que nos aferramos (la almohada, la taza del desayuno, la toalla que no rasque). Nuestra (cacareada) tolerancia se verá sometida a la gran prueba de aceptar lo diferente sin querer cambiarlo ni refunfuñar. Veremos si de verdad somos generosos, si la amabilidad es un maquillaje que no sirve para cruzar fronteras o si el ego se nos infla con mirada condescendiente hacia lo diferente.

Viajando se aprende a dejar de sentirse el ombligo del mundo porque hay muchos más ombligos que reclaman su propio derecho; ya no somos el gallo del corral ni la abeja reina del panal, si acaso unos seres de color grisáceo con poco brillo personal aunque nos las demos de mundanos o cosmopolitas. Porque el viaje vuelve vulnerable al que se considera una fortaleza inexpugnable, basta con que un aire sople atravesado y nos revuelva las tripas lejos de nuestro médico de cabecera; no hay ambulatorio cercano al que agarrarse, nos quedamos a merced de la competencia y amabilidad ajena, qué necesidad de ser humildes entonces…

A la fuerza aprenderemos a no exigir sino pedir, a agradecer sinceramente en vez de patear orgullosos a quien nos ayuda; se nos caerá del bolsillo la condescendencia y la prepotencia porque ya no seremos quienes creíamos ser sino lo que alguien extraño decida por nosotros. Sabremos que a la gente de otro lugar –cercano o lejano- le son indiferentes nuestros conflictos y problemas porque ya están bastante ocupados en solucionar los propios.

Y si uno se fija un poco puede acabar comprendiendo por qué hay baños sin papel higiénico en la estación de autobuses de Burgos o por qué no hay fila trece en ningún avión que se precie o cuál es el motivo por el que un botellín de agua de treinta céntimos multiplica vergonzosamente su precio cuanto más te alejas de casa. O  terminar filosofando sobre la condición humana que te obliga a guardar las distancias sanitarias en las salas de los aeropuertos para acto seguido hacinarte en las cabinas de un avión.

El acto de viajar puede que –al fin y al cabo- no sea más que un espejo en el que vernos reflejados con nuestro equipaje excedido de peso por culpa de las miserias que acarreamos de aquí para allá, incluso aunque no nos alejemos demasiado de la propia cueva.

Aprendes también que nada es lo que parece: que no todos los que viajan en clase “Premier” tienen pinta de ricos –ya que alguien les ha pagado el viaje- ni todo aquel que se come un bocata en el césped de un parque es un perroflauta.

Por eso creo que es bueno viajar: para abrir la mente y darse otro baño de humildad.

Felices los felices.

LaAlquimista

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(Fotografía: “Conejito viajero” en un avión de Aeroméxico)

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