viernes, 11 de febrero de 2022

¡Cuánto tiempo perdido!

 

!Cuánto tiempo perdido!

Mi amona Julia me lo repetía una y otra vez: “A esta vida hemos venido a aprender”, y lo mismo daba que se refiriese a los libros escolares como a los buenos modales en la mesa. Aprender a comportarme bien, aprender la educación que propugnaban –e imponían- mis mayores; aprender los preceptos religiosos, sociales, familiares. Aprender era una tarea de amplísimo espectro que implicaba interés, atención, dedicación y disciplina. Qué tortura, por todos los dioses.

Los decálogos (interminables) de un sinfín de cosas que “no había que hacer” y otra lista igual de larga de lo que “había que hacer”. Dos listados paralelos de normas para “domesticar” a una niña de espíritu poco proclive a la doma. Huelga decir que aprendí la mitad de la mitad y seguramente con “mala nota”.

Sin embargo, a lo que sí me interesaba le dediqué mi esfuerzo, atención, voluntad y muchas horas, a las cosas imprescindibles para andar por la vida a la edad de diez años: atinar con el tirachinas, patinar dando saltos, ser la reina del brilé. Y jugar a las damas y al ajedrez, montar el mecano, revelar fotografías, escribir a máquina, escuchar música clásica y leer todo lo que pillaba de la biblioteca paterna. (Yo no supe que era “rarita” –por culpa de mi padre- hasta que me lo dijeron mis crueles amigas adolescentes).

También aprendí “valores”; obviamente, los de la época. A saber: que la mujer debe ser generosa y abnegada en todas sus variantes: hija, esposa y madre, a pesar de que el modelo femenino cercano me mostrara a una mujer que iba a lo suyo y no asumía responsabilidades de ningún tipo. También me recalcaron que habíamos venido a este mundo a sufrir –lo del valle de lágrimas-; que en la vida no se puede conseguir siempre lo que uno quiere y hay que saber resignarse. Que hay que obedecer al que manda, sea el alcalde, el cura, el pater familias, el marido o el jefe. Y a Dios, claro está.

Luego resultó que la vida me pasó por encima y ahora se ha demostrado que no hacía falta aprender todas aquellas cosas que parecían tan importantes. Que ahora lo que cuenta es educar en libertad, respeto al otro y tolerancia. Se educa en inteligencia emocional donde antes tan sólo se hablaba de “coeficiente intelectual”; se valoran los sentimientos, se desarrollan las emociones; el hombre autorrealizado * (Ver Abraham Maslow) es posible y también probable. Vaya cambio radical en tan solo una generación.

Llegué a los cincuenta con una serie de “conocimientos” en mi haber que –descubrí estupefacta- no me servían apenas para nada. Ni  a mí ni eran ya válidos para la sociedad. Obsoletos como el télex, la taquigrafía y las plumas de cartucho de tinta. Y no solamente tuve que aprender “lo nuevo” y estar al tanto de las nuevas tecnologías sino que ADEMÁS hube de revisar lo que aprendí mal y darle al botón de “eliminar” en mi ordenador central.  ¡Años perdidos, esfuerzos malgastados, energía desperdiciada!

Pues sí; así es el aprendizaje. Un continuo trabajo de “prueba y error” para llegar a conclusiones más que elementales. Las mías, sencillísimas: que si me hubieran educado mejor me habría ahorrado el trabajo de Hércules de “darle la vuelta” a la mitad de las ideas que me inculcaron. En fin. Mejor tarde que nunca.

Felices los felices.

LaAlquimista

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