viernes, 11 de febrero de 2022

Adaptarse para sobrevivir

 

Adaptarse para sobrevivir

 

Mis pasos viajeros me han traído hasta Mérida (Yucatán, México), la hermosa ciudad colonial de nombre extremeño y esencia maya fundada por Francisco de Montejo sobre las ruinas de la antigua T’Ho. No vengo por turisteo sino por amor puro y duro hacia mi familia. Y –cada año, cada vez- tengo que resetearme con el tema de la adaptación para no volverme loca ni desesperarme.
Que ya sé –porque lo tengo archicomprobado- que hay que dejar costumbres, manías y apetencias guardadas en la consigna para que te las guarden hasta que vuelvas porque nada es como se acostumbra.

Aquí no me sirven de nada las zapatillas andarinas que me ayudan a mover las articulaciones durante un par de horas al día porque hace un calor tropical y, quien hace deporte, o lo hace bajo techo (bajo el aparato de AC) o sale de amanecida o de noche haciéndole un corte de mangas al dios Sol.

Aquí no me sirven de nada mis costumbres culinarias de verduritas, ensaladas o legumbres y sopas calentitas porque, aunque estamos en el mismo hemisferio norte que en España, el mes de Diciembre es “pelín sofocante”, con máximas diarias de 34º (en primavera rebasan los 40º hasta que llega de nuevo el otoño), una mezcla de horno microondas y la parrilla donde asaron a San Lorenzo.

Aquí, en Mérida, la hermosa “ciudad blanca”, para ir “de paseo” hay que…no ir nunca de paseo. Ese concepto NO EXISTE y no le des más vueltas. Si hay que salir de casa, se sale, por supuesto, pero es para hacer algo “concreto”. Ir al mall (centro comercial) –en coche, porque todos están lejos- a comprar lo que haga falta, el equivalente nuestro a “ir de tiendas” bajo la cúpula de un buen aire acondicionado.

Aquí no hay bares ni terrazas como las entendemos en España; no se queda con los amigos “para tomar algo o dar una vuelta” sino que se va a tiro hecho: una reunión/cuchipanda en casa de alguien preferentemente. Sales de casa, subes al coche, llegas a otra casa, bajas del coche y así en bucle.

Aquí –si caminas por lugar urbano- no tiene la preferencia el peatón y te juegas la vida en los pasos de cebra porque no aceptan que haya que parar; aquí no comen pan sino tortillas de maíz (un talo pequeñito), el agua del grifo no se puede beber, traen los productos orgánicos desde EEUU, la bebida nacional es la cola o las aguas de diversos colores, aquí no me sirve de nada mi cultura vasca.

Aquí, para sobrevivir, tienes que adaptarte lo más que puedas si no quieres quedarte aislado del resto de la población. Adaptarse quiere decir, dejarse apretar los machos por las circunstancias de todo tipo: climatológicas (extremas en calor y huracanes y seísmos), sociales (desconocido nuestro “estado del bienestar”) y culturales y religiosas pues lo sagrado es sagrado a todos los niveles.

Es difícil ser “viajero” en ciertos países y entiendo que la gente venga a este país tan sólo como “turistas” y quieran seguir comiendo en el bufé del hotel paellas pelín repelentes, baguettes de pan congelado y macarrones con tomate y queso industrial por encima. Es poco probable que un estómago europeo se adapte al “picoso” mexicano que horada cualquier estómago que se precie.
Hay que adaptarse de puertas para afuera y seguir con lo de siempre de puertas para adentro en un dificilísimo equilibrio que no siempre se puede conseguir.

Por eso me pongo en “Modo México” y eso significa muchísimas cosas, pero sobre todo evitar quejarme cuando hay un encontronazo cultural. Eso es lo que más me cuesta, desprenderme de la pátina pretenciosa con la que me cubrieron educacionalmente y pegarme (cada día) un baño de humildad si no quiero parecer un ser repelente.

Escribo en el patio/jardín de mi casa, bajo un ventilador de techo, mirando cómo unos pájaros negros picotean las naranjas caídas al suelo. Los gecos corretean por las paredes al sol, entre la profusa vegetación que las adorna. Hay bichitos que pican y aromas dulzones. Todo está en orden porque es la vida, también la mía.

Felices los felices.

LaAlquimista

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