jueves, 10 de febrero de 2022

Cuando los hijos no nos comprenden

 

Cuando los hijos no nos comprenden

 

Durante mi primer embarazo, allá por el siglo pasado, muchas fueron las voces que me avisaban de que los hijos no venían con “libro de instrucciones”. En consecuencia daba lo mismo las teorías que quisiera abrazar respecto a su educación o formas de manifestarles el amor debido pues, casi con toda seguridad, la pifiaría. Y si no, al tiempo.

Con mi primera hija experimenté y con la segunda modifiqué el experimento, concluyendo que, efectivamente, por mucho que des o que ames o que aguantes o te esfuerces, con los hijos, a futuro, no hay nada seguro. Porque los tiempos cambian, las costumbres periclitan y lo que es correcto hoy puede ser una barbaridad mañana.

Sin embargo, estoy convencida de que la mayoría de los de mi generación, involucrados en la crianza de hijos, la afrontamos con el deseo y la voluntad de hacerlo lo mejor posible. Para ello había una regla de oro muy fácil de seguir, que no era otra que “comprenderles”, “ponerse en sus zapatos” y respetarlos, esto ya sin entrecomillado.

Comprendíamos su debilidad y diluíamos su incertidumbre ante la visión novedosa (y dura) de la vida con un apoyo que era incondicional. Siempre jugábamos en su equipo, predicábamos la “presunción de inocencia” con una fuerza que –lamentablemente- no habíamos sentido en nuestros padres porque “eran otros tiempos”.

No nos burlábamos de ellos ni de sus hilvanados intereses, aceptábamos con amor y paciencia cualquier lentitud en el aprendizaje, disculpábamos los errores y las tonterías, respetábamos que fueran “aprendices” en el difícil oficio de vivir.

Con el paso de los años, comprendimos su deseo de volar –o de guarecerse-; no nos tembló el pulso para propiciar todo tipo de ayuda, no siendo la más difícil la material, sino la otra, la de la empatía, la de saber ponernos en sus zapatos infantiles, adolescentes, juveniles y luego, además, de adultos.

Pero ahora que podríamos descansar –una vez abuelos- de tanta dedicación, ocurre (con inusitada normalidad) que esos hijos siguen considerando sus exigencias como algo natural y que les es debido. Así veo a gente de mi quinta siempre disponible para echar una mano –o las dos- con los nietos en detrimento de la propia vida y del descanso de la jubilación ganado a pulso. Una tarea basada en el amor y por lo tanto considerada gratuita, es decir, sin pago alguno más allá del agradecimiento (si es que lo hay). Trabajo asumido la mayoría de las veces por las abuelas –siempre la mujer abnegada a la orden del día- que “dicen” estar encantadas con cuidar/disfrutar de los nietos, pero que “detrás del telón” se confiesan cansadas, exprimidas, sin vida propia una vez más.

No sé cómo actuaría yo si me propusieran cuidar de mis nietos tres días a la semana –cosa improbable dada la distancia geográfica-, pero creo que intentaría hacer comprender a mis hijas que la maternidad es una responsabilidad y, como tal, debe asumirse con todas las consecuencias. Es decir, que cada uno se busca la vida como puede o como quiere, pero sin exigir –haciendo como que no exige– a nadie que cuide de los hijos propios.

Demasiadas veces es por cuestión de dinero; ya que los padres jóvenes, envueltos y absorbidos por sus respectivos trabajos, buscando ganar dinero, deciden ahorrarse una pasta todos los meses a base de utilizar el tiempo ajeno sin remuneración alguna. No sé cómo se le llama a esto, pero creo que hay de por medio bastante incomprensión hacia las necesidades del otro. O falta de empatía, simplemente. Algo se ha hecho mal si no se ha conseguido reciprocidad y que –ahora que hace falta- sean los hijos los que nos comprendan y “se pongan en nuestros zapatos”. A ver si va a ser verdad eso de que “padres generosos hacen hijos egoistas”…

Felices los felices, malgré tout.

LaAlquimista

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