lunes, 15 de febrero de 2021

A la felicidad por la comida

 

Caracoles, la filosofía de mojar pan (A la felicidad por la comida)

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Me gustan mucho los caracoles más por la salsa que por el molusco en sí; se me antoja un símil de la vida, como me  gusta vivirla, disfrutando, “mojando pan” en cualquier salsa untuosa que me pongan delante. Lo que hay debajo de la salsa a veces no vale un ardite, pero mientras se le da una oportunidad te vas chupando los dedos.

Hoy hablo de caracoles porque “el bar de abajo” me ayuda a ahuyentar las penas; no me refiero a lo de beber sino a las raciones de cosas ricas que me alegran la vida cuando el ánimo se me cae a la altura de los bajos del fregadero. Ella, Sonia, hace una tortilla de patatas jugosa que me levanta el ánimo cualquier mañana gris o lluviosa. Él, Oscar, le da a la cazuela con recetas de pueblo pueblo, con picante, chorizo y mucho triperío. Cuando hace caracoles lo anuncia en Facebook y allá que vamos medio barrio a hacerle la ola.

Necesito alimentar mi cuerpo no únicamente con alimentos sanos y todo eso, sino también con lo que me hace salivar tan sólo de imaginarme el plato en la mesa. El cerebro pide su ración de azúcar –en la salsa de tomate-, y de proteína –choricillo y taquitos de jamón- y algo de grasa para que todo tenga un poco de gracia. Los dietistas no tienen nada que hacer conmigo, a mí me gusta disfrutar (también) comiendo.

Hubo un tiempo en mi vida en el que me transmuté en vegetariana concienciada y tal, pero las carnes (las mías) se me quedaron como mustias, ya que se me hacía triste tomarme un buen vino con las acelgas o una sidra con la crema de calabaza. Menos me apetecía rematar la ingesta verdulera con un gintonic-quitapenas, así que busqué el término medio para asentar mi equilibrio alimenticio. No como apenas carne de ningún tipo ya que me provoca malas digestiones, supongo que por todo el antibiótico que lleva; el pollo ni lo huelo, me dan arcadas sólo de recordar las imágenes de aquel documental de La2 sobre las granjas avícolas-;  pescado de vez en cuando y siempre que sea “de la mar” (a pesar de los microplásticos y el mercurio) y el resto –algo así como el 80%- son legumbres, verduras y frutas. Los carbohidratos no me molan mucho, pero de vez en cuando cae una pizza con todos los sacramentos porque sube la moral del más pintado. Y muy poca leche, que ya me destetaron hace unos cuantos lustros y es de lo peorcito que hay para un estómago adulto. Dicen los que dicen que saben que hay que huir de los tres alimentos blancos: “harina, azúcar y leche”. Y como nunca me han gustado los bizcochos pues tan feliz.

Ya sé que no es la dieta ideal según los cánones de hoy, pero es MI DIETA ideal; y con eso me basta y me sobra. Cuando me invitan y hay cochinillo, me lo como y aplaudo con las orejas. Cuando me ponen berenjenas rellenas también me las como aunque no me gusten apenas. Me adapto y me siento más liviana por no tener que aferrarme a ninguna creencia. Respeto a los veganos siempre que no me toque cocinar para ellos –que una vez lo intenté con una sobrina y acabé de los nervios- y a los vegetarianos siempre que me dejen comerme mi jamoncito rico sin poner cara de que van a vomitar. Me las apaño muy bien.

De los caracoles me gusta el cariño con que suelen estar cocinados porque son algo que no se puede echar a la cazuela e irse a tender la ropa. El chup chup hay que mimarlo, como todo en esta vida.  Y comerlos con los dedos, pringándose malamente y chupando y sorbiendo las gotitas de salsa que quedan dentro de la concha. Y untar el pan –pero sin hacer barcos que queda muy feo- y bañarlo en esa gloria bendita que pica y colorea, que deja el paladar mieloso y clamando por un buen trago de vino.

Ya que vivimos en la zona privilegiada del planeta, la que come caliente tres veces al día, hagámoslo con ilusión y poniendo en ello complacencia. Comamos cosas “ricas”, cocinadas con amor, que podamos saborear los alimentos y murmurar “qué bueno está esto” y sentirnos satisfechos de ese momento feliz que nos haga soportar los otros. Hay mucha energía positiva latente en todo eso.

Me recuerdan los caracoles a las relaciones -de amistad y de las otras- que tienen que venir con su “salsa” incorporada para poder disfrutar compartiendo, cara a cara, beso a beso, o con los abrazos que ahora se pueden degustar: aguantando la respiración y mirando uno para Boston y el otro para California.

Me he liado; de los caracoles he pasado a otras cosas que también alimentan. Pero ya si eso lo dejamos para otro día no vaya a ser que se me enfríen.

*(Hoy no he hablado del bicho)

Felices los felices.

LaAlquimista

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