viernes, 19 de febrero de 2021

Pedruscos familiares

 

Pedruscos familiares

Empezaré por el final: “En todas partes cuecen habas y en mi casa a calderadas”. Esta sabiduría popular pone a cada uno en su sitio, que no es otro que el de ser comprensivos y tolerantes con los que no pueden más con las rémoras familiares y necesitan arrojar el lastre antes de verse arrastrados a ese pozo de donde sólo se sale con pastillas de colores o con el ánimo gris tirando a negro.

Dicho esto, ahora debería empezar a desmenuzar mi historia familiar… pero no puedo. Quiero decir que no puedo no porque no me sienta con fuerzas sino porque no me dejan, ya que las líneas rojas familiares se repintan continuamente para que nadie pueda decir que no están bien visibles; hasta hay un radar que chirría si te pasas de lista.

Esto es porque nací y me criaron en el típico entorno burgués que temía más que a un nublado “el qué dirán”, en una de esas familias conservadoras donde “la ropa sucia se lava en casa” y que ponía mucho cuidado en que nada de lo que ocurriera de puertas para adentro asomara la patita al exterior. Se me quedó como la marca de la vacuna de la viruela: para toda la vida.

Fallecida mi madre hace un año, soy la siguiente en la lista. Quiero decir teóricamente puesto que me ha tocado el dudoso honor de ser la primogénita de quienes llevamos los mismos apellidos y parecidos elementos en las venas: (sangre desoxigenada  y dióxido de carbono y desechos metabólicos procedentes de los tejidos en dirección a los órganos encargados de su eliminación (los pulmones, los riñones o el hígado). Todo muy práctico en realidad  pero nada de eso que dicen que une para siempre.

La mayoría de las relaciones familiares que sobreviven normalmente imitan el modelo aprendido y se sostienen prendidas con alfileres. Alguna boda, pocos bautizos y los inevitables funerales si la geografía -ergo la distancia- juega a favor. Si lo hace en contra, los alfileres sujetan los pespuntes de algunas comidas familiares y los cumpleaños de los nietos. Casi siempre quejándose por dentro y con la sonrisa tirante por fuera.
 Digo que no me puedo poner a contar mi infancia ni mi adolescencia, no puedo contar MI VIDA, ya que no me quedaría más remedio que hablar de progenitores comunes, de espacios compartidos -aunque desde ópticas diferentes-, y con toda seguridad mi visión sería subjetiva –condicionada a mi propia experiencia- y no coincidiría en muchas cosas con la percepción –subjetiva también- del resto de la progenie. Y como no tengo ganas de que me pongan a parir ni me calienten la cabeza, mejor guardo mis anécdotas para las sobremesas con los amigos.

Pero lo que sí puedo compartir sin que me tiemble el pulso es la rémora mohosa que llevamos en la mochila por obra y gracia de la educación represora e hipócrita recibida. Y sobre todo culpabilizadora. Piedras familiares que son comunes a tantas personas de mi generación y que, cada vez con mayor necesidad, son arrojadas fuera de ese “equipaje emocional” del que creíamos no conseguiríamos librarnos jamás.

Todo esto ha sobrevivido en un contexto determinado: católico, aburguesado o con ínfulas de serlo, preservando las apariencias por encima de la esencia y haciendo “caridades cristianas” hacia afuera y guardando las miserias de puertas para adentro. Padres y madres que defendían con uñas y dientes el rol establecido de varón/proveedor y hembra/organizadora. Señoras ellas, señoritos ellos y los hijos, unos salvajes domesticados a palos, listos todos para ir en familia a la misa del domingo.

Con arduo trabajo y mucha piel arrancada hemos conseguido –hablo por mí y tantos como yo- darle la vuelta al pesado lastre  heredado de nuestros padres (de los padres que relato, no de todos) y formar nuestras propias familias con otras miras de futuro y otros valores éticos y morales. O no. O quién sabe en qué lío seguimos todos metidos.

Los pedruscos familiares –léase basura emocional y educacional- no se pueden arrojar como el celofán de un paquete de tabaco por la ventanilla del coche. Hay que llevarlos al vertedero donde no se recicla nada porque nada es aprovechable; ese lugar donde tienen que ser enterrados los residuos tóxicos para que nunca más vuelvan a estar activos. Y quién sabe dónde y quién sabe cómo. Pero lo seguimos intentando.

Felices los felices. Y los que se liberan.

LaAlquimista

*Hoy tampoco he hablado del bicho.

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