Éramos cuatro mujeres, cuatro amigas con ganas de compartir las vivencias acaecidas desde la última vez que nos habíamos juntado, así que reservamos una víspera de fiesta como “espacio propio” y quedamos a la hora decente de las ocho de la tarde. Un par de días antes había intentado reservar sitio para cenar en un restaurante más o menos de moda, más o menos con precios aquilatados y poco menos que se me rieron a la cara. -“¿Para el sábado y llamas el jueves? No, no, imposible, todo completo...
Como yo siempre tengo un plan “B” pensé que igual era el día apropiado para tomarnos unos pinchos o una pizza, tampoco vamos a ponernos en plan exigente, que lo que nos importaba era estar juntas, juntas nada más. Así que después de los besos y abrazos y con el verdejo de rigor en la mano confesé que había fallado en mis labores de organizadora y que habría que improvisar sobre la marcha y enseguida empezamos a proponer sitios alternativos, bares de diseño con carta en miniatura y tonterías varias. Hasta que una de nosotras –la más lista, me temo- dijo: “¿Y si compramos algunas cosas ricas y nos vamos a mi casa a cenar?”
Una lata de mi-cuit de 150 grs., una bolsa de salmón noruego ahumado de 250 grs., ensalada de brotes tiernos para parar un tren, un queso Camembert y un Gorgonzola picante, dos botellas de buen vino y tarta helada de postre, con licor de hierbas y buen humor, nos dieron para una cena riquísima con sobremesa hasta pasada la medianoche. (Los jovenzuelos que compraban en el supermercado barato -al que parecía que nos daba vergüenza entrar- lo que yo llamo “alcohol de quemar” y refrescos de cola para su juerga callejera nocturna nos miraban como si fuéramos un anacronismo.) Pagamos a escote y no llegó a los 10€ cada una.
Luego salimos a tomar el gintonic de rigor a un bar de copas y allí constatamos que habíamos hecho el canelo una vez más. Pagamos a escote y nos salió a 10€ cada una.
La reflexión subsiguiente, azuzada por el vino de la cena y la Tankeray, no nos llevó a determinar que la próxima vez nos tomaríamos también la copa en casa, porque “si no sales” es como si no disfrutas, si rehúyes la noche –aunque sea la donostiarra- es como si hubieras envejecido un poco más rápido, como si ya estuvieras para tomar sopitas. Y eso no, ni hablar, menudas somos nosotras, además es cuestión psicológica, así que nos fuimos a por la segunda ronda y nos gastamos en tónica y hielos con un poco de gin el carro entero de la compra de una familia de medianos posibles.
Al mediodía siguiente nos llamamos las unas a las otras para corroborar que lo habíamos pasado mucho mejor mientras estuvimos en casa que en el tiempo hueco de conversación y saturado de decibelios que vino después. Pero yo les entiendo a ellas: la que está en casa necesita salir a tomar el aire y yo, que ni salgo sino todo lo contrario, no me queda otra que adaptarme para seguir conservando a mis amigas –lo cual, dicho sea de paso, no me cuesta esfuerzo alguno. Pero eso sí, para la próxima, a espabilar tocan.
En fin.
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