martes, 8 de abril de 2014

Un personaje: mi padre



Hasta que nació mi primera hija, el personaje más importante de mi vida era mi padre y siento que he podido perder la perspectiva hablando de él grandilocuentemente cuando, quizás no fue más que un hombre vulgar y corriente. Pero sigue siendo mi personaje favorito del que puedo estar horas y horas hablando sin llegar nunca al final del libro que cuenta la historia de su vida a mi lado. (O de mi vida a su lado, porque fui yo quien le eligió a él como padre aunque he tardado muchos años en comprenderlo)

Mi padre me enseñó a transgredir las normas para preservar la propia dignidad y ese aprendizaje espinoso hizo que hubiera entre nosotros una magnífica relación de amor-odio. Era un hombre con los grandes defectos que anidan en los corazones grandes, así todo puede ser perdonado.

Pero empecemos por el principio; los días en mis recuerdos infantiles comenzaban y acababan a la hora de acostarme. Entonces y sólo entonces, existía el regalo de un tiempo sagrado, íntimo e inabarcable entre los dos. Yo, ya en la cama, con mis nueve o diez años expectantes, aguardando a que él entrara en mi cuarto provisto de su pequeña radio a transistores para escuchar juntos, cómplices aislados del mundo, el serial de moda en las ondas que relataba las peripecias de la familia de Matilde, Perico y Periquín. Nosotros, mi padre y yo, soñábamos con algún día llegar a ser tan vulgares y divertidos como aquellos personajes radiofónicos que representaban el tópico familiar más vil de los años sesenta, pero que para él y para mí eran algo inalcanzable: una familia normal. (Claro, ahora tendría que explicar porqué mi familia no era normal y acabo de darme cuenta de que no me apetece. Así que seguiré hablando de las luces que proyectaba mi padre sobre mi persona; las sombras las dejo en su sitio, acogedoramente adormecidas.) El escuchaba por su cuenta las historietas de “El Zorro”, narradas por el inefable Pepe Iglesias, pero esta emisión era a hora tardía y recuerdo que al día siguiente me hacía carcajearme con su mala imitación del acento argentino del humorista y de las cuitas de “el pobre Fernández”.

A pesar de tener una profesión nada interesante –era bancario, que no banquero- sus pasiones eran variadas y a cada cual más apasionante. Desde la fotografía, con su colección de cámaras, tomavistas y proyectores, -recuerdo la Leica que me enseñó a manejar, la Kodak Brownie, y una Voigthlander, pequeñas joyas que desaparecieron en una mudanza después de su partida gracias a los buenos oficios de un cuñado rapaz (ex cuñado en el presente)- a la que se dedicaba compulsivamente y cuyos negativos trabajaba encerrado en el cuarto oscuro que se inventó en un gran armario empotrado que había en mi habitación-, hasta su locura por la música que escuchaba a todas horas, añadiendo su información de melómano a los comentarios de presentación que hacían los locutores de la radio al introducir las grandes obras clásicas. Cuántos domingos al mediodía, él y yo en el salón, escuchando sus vinilos de 72 r.p.m., Bramhs (su favorito), y todo Beethoven y, él fumando sus peculiares cigarrillos, liados en comandita con una máquina especial, con tolva y rodillos, del tamaño de un robot de cocina, la cual me concedía el privilegio de manejar ayudándole a liar la ración mensual (fumaba siete cigarrillos al día, no más), los ojos ardiendo de la picadura que colábamos en un tamiz y el polvo que invadía la habitación, la emoción de ir dándole a la manivela y ver cómo salían, uno a uno, los cigarrillos y depositarlos cuidadosamente en la tabaquera grande. ¡Qué importante me hacía sentir! Huelga decir que fue él el artífice de que yo empezara a fumar a muy temprana edad, pero nunca se lo he reprochado, eran los tiempos en los que se educaba a la brava, con criterios imposibles de digerir hoy en día.

También me aficionó a la lectura, poniendo a mi disposición su no demasiado extensa pero interesante biblioteca. Me enseñó a escribir a máquina con diez años y me regaló una de las primeras Olivetti portátiles del mercado a los dieciséis. Me compró un Vespino (él que siempre tuvo moto) a los diecisiete y le parecía bien que viajara por esos mundos en auto-stop. Me enseñó a diferenciar el cognac francés del brandy patrio, a comer las ostras con una pizquita de pimienta y una copa de champagne como desayuno el día de Navidad y siempre estuvo disponible para cuidar de mis hijas cuando yo lo necesitaba. Una vez incluso le dio una calada a un porro que circulaba en una reunión de amigos en mi casa y a la que él se incorporó porque “pasaba por ahí”. Todo un personaje, ya digo.

Y volviendo al armario, que eufemísticamente él llamaba su “taller”, en él consiguió reunir una batahola de herramientas, instrumentos de precisión, juegos de todo tipo, el meccano rojo y verde de su infancia, los álbumes de fotos con toda su historia familiar, docenas de rollos de películas de cine, miles de diapositivas, cientos de tornillos, tuercas, arandelas, enchufes, un par de kilómetros de cables de diversos grosores y calibres, botones, tijeritas, cortaúñas, limas, sierras, brocas, destornilladores y, en fin, el arsenal de todo “manitas” casero que se precie.

Y aunque no tuviera nada que arreglar, montar, recomponer o inventar, se encerraba en su “taller” con los cascos en las orejas, ajeno a la barahúnda de una casa con seis mujeres y desconectaba su vida del tiovivo del mundo.

Fue ahí, precisamente, por estar el cubículo sagrado en mi propia habitación, donde inicié de su mano hábil y su mente inquieta mi aprendizaje a destiempo. A la edad de cuatro años recién cumplidos yo ya sabía leer y escribir para horror y espanto de mi madre, mis abuelos y las monjas del colegio. Luego vinieron los quebrados, el mínimo común múltiplo con su inseparable máximo común divisor, el parchís, el dominó, las damas y su majestad el ajedrez. Pasábamos las horas “escondidos”, encerrados ambos en nuestro pequeño –pequeñísimo- mundo. Ahí éramos intocables, dioses incluso.

Y a la manera humana, felices.

La vida después nos fue zarandeando a ambos y en sus vaivenes nos alejó y nos volvió a acercar, nos encharcó de errores propios y ajenos y nos regaló el bálsamo del perdón y la reconciliación. Fue una intensa y curiosa historia de amor la nuestra.

Hoy es ocho de Abril y al igual que el dos de Enero, aunque estás en mi corazón todos los días, no puedo dejar de recordar tu último beso, la sonrisa con la que te despediste de todas nosotras tal día como hoy hace ya veinte años pasados. Mis hijas saben que estás en la brillante “estrellita cariñosa” que ha iluminado las noches de toda su infancia. Y que hoy guía sin duda alguna mi propio camino.

Siempre con nosotras, papá. No te vayas todavía.

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50

LaAlquimista

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