jueves, 29 de octubre de 2015

Crecimiento personal. "Mi actitud me refuerza, no la de los demás"


En esta sociedad tan volcada en lo externo, en lo que está a la vista, donde se considera en primera instancia lo que va a verse en el escenario y no lo que se ha trabajado detrás del telón, suele ser de lo más normal fijarse en “cómo hacen las cosas los demás” antes de considerar cómo las tenemos que hacer nosotros mismos. Es decir, que ante una situación atípica se suele tener la costumbre imbuida, adquirida, de observar la posición ajena para que la propia no se salga del camino marcado. Esto, obviamente, produce no pocos chirridos, disensiones y desencuentros desafortunados a veces porque, en no pocas ocasiones, nuestra forma de sentir, de querer y de actuar difiere sustancialmente de la del prójimo.

Personalmente formo parte del grupo de personas que tengo –porque lo cultivo y lo defiendo- criterio propio y sigo mi camino aunque éste sea divergente del de los demás. Me refiero a situaciones cotidianas, recurrentes, de esas que nos pueden ocurrir a cualquiera porque, como seres humanos occidentales, tenemos un bagaje cultural común mucho más grande de lo que queremos aceptar.

Pongamos un ejemplo. Imaginemos que un familiar anciano que vive solo debe ser hospitalizado y que los familiares más cercanos deben hacerse cargo de la situación. Imaginemos que, desperdigados por aquí y por allá, éstos, van apareciendo en escena en la medida en que ellos mismos deciden: unos, por lejanía, tirarán de teléfono varias veces al día para que se vea que están preocupados por la salud del protagonista enfermo; otros, por quehaceres laborales o familiares, escurrirán el bulto con excusas de primera clase. Algunos estarán al pie del cañón sin dar tres cuartos al pregonero y haciendo lo que consideran que quieren hacer partiendo del cariño y la buena disposición.

Y luego están aquellos a los que no se les llama, los que se enteran de lo que está ocurriendo de rebote, porque alguien se lo comenta o porque tienen un amigo médico en el hospital que les dice: “Ayer visité a tu padre en cardiología, le veo bien” y el susodicho se queda sin color en la cara porque toda la sangre se le va a la vena de la sorpresa indignada. Pero, sin embargo, se da por enterado, acude a visitar a su padre, le atiende, le acompaña, le reconforta porque está adoptando la actitud que él elige en conciencia sin importarle lo que hagan los demás…que es algo bien distinto.
No se trata de ser mejor o peor, de dar lecciones a nadie con falsas humildades o absurda generosidad sino de aprovechar cualquier oportunidad de las que se presentan a diario para hacer lo que tenemos que hacer sin importarnos lo que hacen los demás.

Por pura satisfacción personal, porque no hay cosa mejor que saberse dueño de los propios actos, porque hay una libertad incuestionable que permite elegir desde el amor hacia la persona enferma y permite también no echar cuentas de la desconsideración de los otros.

Andamos en una edad en la que ya nos ronda la ancianidad de los padres, la enfermedad se enseñorea en los más débiles sin distingo alguno y no dejo de saber de quienes tienen algún familiar enfermo, necesitado, hospitalizado y a quien deben atender. También escucho quejas: que si mi cuñada no ayuda nada, que si mi hermana escurre el bulto, que si todo me toca a mí y ya no puedo más…

A esas personas les sugeriría que se limiten a hacer lo que su conciencia y su amor les mueve a hacer y no se preocupen tanto de si cumplen “las normas de visita” que cada núcleo familiar pone en marcha. Y que no acepten reproches por parte de los que “mangonean” la familia, que a nadie hay que darle cuentas de las propias decisiones aunque a los demás no les gusten.

Que lo que importa de verdad es que cada quien haga lo mejor que pueda en cada ocasión; unos podrán “mucho” y otros podrán “menos”. Siempre ha sido así y siempre lo será.

En fin.

LaAlquimista

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