martes, 13 de octubre de 2015

Crecimiento personal. "Hoy no me puedo levantar"

 

Esos días en los que cuesta tanto levantarse son los que más ayudan a aprender porque ofrecen la oportunidad de “hacer el trabajo de la vida” de forma consciente lejos de la inercia de los días “normales”, esos en los que parece que no pasa nada y, sin embargo, pasan veinticuatro horas sin que las tengamos en cuenta.

Esos días en los que cuesta levantarse, como hoy, por ejemplo, un día gris, frío y húmedo, sin ninguna ilusión en lontananza, con el frigorífico tan vacío como el corazón, con medio metro cúbico de ropa en la bañera porque la lavadora se ha estropeado y faltan hasta las fuerzas para intentar hacerla arreglar, con el pasillo oliendo a orines porque el perro no ha podido contenerse esta noche, viendo mi reflejo en la luz de la cocina, con la fregona en ristre, paradigma de la desolación doméstica, esos días, insisto, en los que preferiríamos que la hoja del calendario diera un salto mortal hacia delante y nos evitara el trabajo de vivir, es cuando tengo un motivo, aunque sólo sea uno, para no tirar la toalla.

Puedo elegir cómo hacerlo o cómo no hacerlo, soy libre y a nadie le atañe directamente mi comportamiento; si me quedo en casa todo el día dando vueltas a la murria existencial, tanto da. Si me lanzo al monte a respirar el aire que se me escapa en la ciudad y me pierdo entre la humedad y el frío del otoño gastando la última fuerza que hay en mis piernas, tanto da. Tanto da, a nadie le importa, mi vida no está sujeta al foco que sujeta otra persona, puede seguir siendo en la oscuridad, en la penumbra o en la mera luz. Yo elijo.

Esos días en los que cuesta tanto levantarse, me levanto, me abrigo, me lanzo a la oscuridad con el perro y dejo que se haga el vacío en mi cerebro; medito siguiendo la huella de mi propio paso cansado, hago el silencio en mi interior, no miro y no veo a nadie, aprovecho esa media hora en la que todavía no me enfrento a la vida. Cuando vuelvo a casa, preparo el té caliente,  agarro el ordenador y empiezo a escribir lentamente, a realizar una actividad que me sacuda por dentro; lo saco todo afuera, la pena o la rabia, la decepción y la tristeza, la queja ante el mundo y la queja ante mí misma, no dejo títere con cabeza en la órbita minúscula de mi propia existencia.

Siento el dolor de la incomunicación con quien me hubiera gustado tenerla pero no lo he conseguido en todos los años de mi vida. Siento que se me escapa el río de la memoria sin haberlo disfrutado lo suficiente. Siento que mi vida ya no la siento con la alegría de otro tiempo, que ahora ya no tengo ninguna ilusión que dependa exclusivamente de mi persona, que estoy expuesta a lo que hagan los demás, que no manejo ya ninguna rienda vital, ninguna, y por eso, esos días en los que cuesta levantarse de la cama, me levanto para no perderlos, para buscar en algún escondrijo inventado el pequeño afán que le dé significado al tiempo que va desde que me despierto hasta que me vuelvo a dormir, allá en una madrugada que muchas veces es un desierto frío y sin estrellas.

Vivir es un trabajo que demasiadas veces da vueltas y vueltas como el tambor de la lavadora, empujado por una inercia que se nos escapa, que ES a pesar de nosotros mismos… Y cuando se estropea el mecanismo, cuando hay un fallo que impide que la rueda siga girando, no me puedo permitir la estupidez de no plantearme qué es lo que está pasando en mi interior para que hoy sea un día en el que me cuesta tanto levantarme.

Así que me levanto y empiezo a buscar preguntas…

En fin.

LaAlquimista

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