lunes, 12 de octubre de 2015

A la salud por el dolor




Una de las grandes paradojas que me ha traído siempre por la calle de la amargura es el hecho de que cuando me duele algo y voy al médico, para curarme el dolor se empeña en causarme más dolor. ¿Qué las articulaciones de la rodilla hacen “clac” al andar? Pues nada, una infiltración de un líquido asesino que te hace ver las estrellas y a esperar a ver si hay suerte. ¿Que una lumbalgia te deja tiesa como el perro de los dibujos animados? Pues a buscar la aguja más larga para barrenar entre músculos y nervios y hacer que el paciente desee no haber abierto la boca.

Sí, ya sé que yo de medicina no entiendo nada, faltaría más, pero de lo que sí entiendo es de dolor y eso no me lo tiene por qué discutir nadie. Es decir: el médico no sabe lo que yo siento –excepto que padezca el mismo mal que yo- y tan sólo confía en que tal o cual medicamento aplicado por la vía de la pseudo tortura alivie el dolor ajeno, tal y como pone en el prospecto de la farmacéutica de turno.

Así que si me duele una parte de mi cuerpo y para curarla tengo que fastidiar otra… ¿es inteligente mi aceptación de la cosa? Por poner un ejemplo: una vulgar lumbalgia se combate con anti-inflamatorios que, a) destrozan el estómago b) atontan el intelecto c) producen somnolencia, mareos, vértigos, náuseas y algo más que no me acuerdo. ¿Para curar un dolor todo este daño añadido? ¿No sería mejor quedarse quieto parado en la cama, alternándola con el sofá, hasta que remita la hinchazón o el pinzamiento? Pues claro que sí y eso lo sabemos todos.

Recuerdo las inyecciones intramusculares que nos ponía mi padre de pequeñas: antes de clavar la aguja te daba una fuerte cachetada en el glúteo correspondiente; así te dolía una cosa y no te enterabas de que te iba a doler otra.

Supongo que en la vida es también así; que cuando nos duele algo lo tapamos –el dolor- con otro que hace más daño, pero que nos aleja del primigenio y nos sumerge en una vorágine de daño/dolor de la que es muy difícil salir.

Si se muere un ser querido, si se muere un amor,  dejamos de comer, de dormir, de pensar. Más daño colateral que se arreglará con pastillas antidepresivas, ansiolíticas, e inhibidores varios de la recaptación de la serotonina que, a su vez, nos sumergirán en las miasmas del limbo de los sufrientes. Si el ego, el orgullo o el corazón amante recibe un revés doloroso… lo taparemos con más drogas: alcohol, sustancias fumables o esnifables, compañías indeseables. O nos recluiremos en la gruta oscura de la depresión. Es una pescadilla que se muerde la cola y estamos demasiado acostumbrados a servísnosla en el plato como si tal cosa.

La otra posibilidad es ACEPTAR el dolor –siempre en la medida de lo posible- e integrarlo en nuestra vida, porque en ese momento también forma parte de nosotros, y dejar que se acomode a nuestro riego sanguíneo y a nuestro cotidiano vivir. Aceptarlo como se acepta a un ser querido que todavía “nos duele por dentro” y dejar, simplemente, que se vaya diluyendo.

En fin.

LaAlquimista

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