sábado, 31 de octubre de 2015

En el cementerio no queda nada

 
Mi madre, que es creyente y teóloga de formación, me lo repite continuamente: en la tumba de tu padre no queda nada. Y si ella lo dice, por algo será. Así que yo misma, descreída y atea por grandes convicciones teológicas, le hago caso y paso. Paso de llevar crisantemos a la calle San Prudencio, paso de comer huesos de santo de crema o nata, paso de acordarme de mi padre en fecha fija, vaya filfa.

Mis muertos son pocos y lejanos, por más que algunos los menten como si estuvieran todavía calientes: mis abuelos, una tía abuela muy querida y mi padre. Todos ellos fallecidos según lo estipulado y lo correcto, es decir, después de una vida plena y larga. El padre de mi hija mayor y un amigo bilbaino que se fueron antes de tiempo conforman el binomio que se desmarca de lo previsto y establecido; y así todo queda en el orden natural de la cosa, un regalo del Universo no haber tenido que decir adiós a más gente de mi quinta, ni mucho menos a nadie más joven que yo.

No tengo ni idea de qué es lo que pasa después de que el cerebro se quede en off; ni me preocupa, la verdad sea dicha. No vivo pensando en beneficios futuros o castigos previsibles, pienso que lo bueno que pueda hacer en la vida es para comerlo al instante, como unos tomates ricos que hay que degustar en su punto, y que las meteduras de pata también caducan, se pudren y confunden con la tierra, en un compost anímico al que van a parar nuestros sueños rotos y nuestros anhelos abortados.

Nada importa y todo es necesario. Mi padre sigue vivo en mi corazón y no tengo que llevarle flores hoy. Reducir el recuerdo de un ser humano amado a un metro cuadrado de piedra y tierra es tan absurdo como volver a Paris una y otra vez para recorrer en soledad los muelles del Sena que una vez se pisaron agarrados al amor de toda una vida. No tiene sentido. Y si lo tiene, que baje algún dios y lo vea.

Otra cosa es que nos guste tener un sitio de referencia para identificar al ser amado que se fue, los humanos necesitamos “agarrarnos” a grandes y pequeños mitos antes de aceptar nuestra humana insignificancia. Por eso el espíritu de mi padre habita ahora en “la estrellita cariñosa”, esa luz inmensa que me saluda cada noche y que los astrónomos llaman Arturo. Buen sitio para estar presente en mi vida y en la de mis hijas…

En fin.

LaAlquimista

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