sábado, 3 de enero de 2015

La estrellita cariñosa de mis noches



Hace dieciocho años fue la primera vez que hablé de tú a tú con la muerte; por persona interpuesta –la tuya- y al no transmitir miedo alguno, ningún miedo sentí yo. Te estabas muriendo y lo sabías; un cáncer te tuvo durante casi diez años dando tumbos del Oncológico a casa y de casa al Oncológico. Así que tuviste tiempo para hacerte a la idea, para familiarizarte incluso con la Parca que te había elegido y quienes estábamos a tu lado también hubimos de aceptar una realidad que no dejaba resquicios a la esperanza.

A veces me hablabas de la muerte –de la tuya- y me decías que no te asustaba (apenas); que tenías siempre a tu lado el bastón de la fe y que gracias a él (y a Él) el tránsito previsto no se te haría extraño. Yo, tu hija de cuarenta años que no creía en ningún dios, -ni siquiera en el tuyo-, te escuchaba acongojada por dentro y circunspecta por fuera. ¿Era posible que la fe te sostuviera ante el dolor y el sufrimiento?


Porque eran dos cosas bien diferenciadas: la muerte y el sufrimiento previo. Me dijiste en alguna ocasión que habrías preferido que te atropellara un camión y que todo hubiera ocurrido en un abrir y cerrar de ojos, que para cerrarlos –los ojos- te estabas tirando una eternidad… para llegar a esa otra eternidad en la que creías. Y sonreías ante tu propio chiste porque entre tus virtudes siempre figuró el sentido del humor.

Yo, que no quería que te murieras porque la vida era mucho más agradable contigo al lado, no sabía qué decirte, así que no decía mucho. Más bien callaba –creo recordar ahora- o te contaba alguna de mis cientos de anécdotas (reales o inventadas) para hacerte reir un poco. Mientras pudiste, seguiste viniendo a mi casa casi todas las tardes y me echabas una mano con la niña pequeña para que pudiera acudir a mis clases de yoga. O quedábamos en la calle y dábamos un paseo hasta la terracita donde te gustaba sentarte conmigo a merendar. Nos contábamos nuestras cosas como si no estuvieras enfermo de muerte; le hacíamos un guiño a la vida, al calendario, a cada día que pasábamos juntos y nunca supe quién los valoraba más, esos momentos, si tú o yo, pero fue la forma que encontramos de ser un poco felices juntos.



Y cuando llegó el momento anunciado, a las cinco de la mañana de un dos de Enero, en cuanto me avisaron y llegué a la habitación de aquella clínica de infausto recuerdo –donde una enfermera ensorbebecida de autoridad pretendía impedirme entrar a despedirme de ti-, te vi, por fin,  tranquilo y feliz. Habías cerrado los ojos y ya no respirabas, pero seguías estando con tu espíritu bien presente en la habitación. Y te hablé sin llorar, modulando mi voz áspera para que no te hiciera daño; te conté de mi amor por ti y te lo puse envuelto para el camino y quise añadir a tu equipaje mis bendiciones por todo lo que habías hecho por mí mientras estuviste en esta tierra. Te prometí que nunca te olvidaría y que elegiría una estrella de la noche para ti –la “estrellita cariñosa” desde donde nos sonríes- y que mis hijas te verían allí cada noche antes de acostarse y que en el corazón nuestro siempre seguirías estando vivo. Y lo he cumplido.

Te quiero todavía y siempre, papá.

LaAlquimista

Por si alguien quiere contactar:

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Post escrito en Enero de 2011




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