domingo, 18 de enero de 2015

La pena y la "discriminación positiva"

 

Ayer por la noche seguía haciendo un calor impropio del calendario, así que nos vino al pelo para cenar al aire libre en una terracita; éramos seis y al posicionar dos mesas para caber todos, una señora que había en la mesa de al lado, tuvo que desplazarse un poco para facilitarnos la maniobra, movimiento que hizo de buen grado pero demostrando al instante que estaba “pasada de rosca” en cuanto a la ingesta de vino rosado –según indicaba su copa.

Digamos que estaría cerca de los setenta y que su vestimenta no mostraba nada destacable, pero era más que evidente que había bebido demasiado y que estaba perdiendo la compostura, ya que comenzó a darnos ese palique especial que tienen los beodos y que no sabes por dónde cogerlo sin ofender ni ser ofendido.

¿En qué momento una señora deja de serlo y pasa a convertirse simplemente en una mujer y luego en una borracha? Porque, según nuestros parámetros sociales ya no era una “señora”, sino simplemente la mujer borracha de la mesa de al lado. Y molestaba, vaya que si molestaba, hasta tal punto que nuestra conversación se quedaba casi congelada pendientes como estábamos de sus exabruptos.

El encargado del bar quería intervenir y obligarla a que se fuera –aduciendo que molestaba a sus clientes- pero nosotros, seis como éramos, todos dijimos que no pasaba nada…aunque sí pasaba porque la molestia era más que evidente. Ella cantaba o profería gritos e interfería en la conversación con comentarios desprovistos de coherencia por el exceso de alcohol.

-“!Qué pena, ¿no?” , era el comentario general. Pues sí, qué pena –o qué vergüenza ajena.

-“Pues si llega a ser un hombre ya le hubiérais puesto en su sitio, ¿a que sí” –dije yo, porque era más que evidente que todos estábamos incómodos pero sin protestar ni decir nada porque era una mujer y no un hombre y eso también es “discriminación positiva”.

¡Qué porquería de frase, oxímoron repelente, además de contradicción vergonzante!

O sea que por ser mujer ¿puede emborracharse en una terraza pública y molestar a los vecinos –o insultarlos- sin que nadie tenga que decir nada?. Pero claro, nosotros éramos educados –y los de alrededor- porque hacíamos como si no le escucháramos –lo cual era imposible porque la teníamos encima- produciéndose una situación surrealista en la que seis personas adultas (tres hombres y tres mujeres) se metían en el “cono del silencio” dando la espalda a la pura realidad.

Así que, fiel a mí misma, y siendo como era la más cercana, me levanté y me dirigí a ella con suavidad, le pregunté su nombre –que me dijo- y le sugerí si no sería mejor que se fuera a casa a descansar… Si dije, ya dije, porque entonces me insultó, me dijo que le caía muy mal y que por mi forma de hablar se notaba que yo “no era de aquí” y que más me valía no meterme con ella y dejarla en paz porque si no…

¿Cuál es el mecanismo que se activa en nuestro cerebro para soportar y aguantar a una mujer lo que a un hombre no le permitiríamos jamás de los jamases? ¿Solidaridad humana o solidaridad por ser del mismo sexo? ¿Nos daba pena porque nos lloró su vida entre copa y copa de vino rosado o es que nuestros mecanismos sociales estaban atrofiados ayer por la noche?.

Como no podía ser de otra manera, acabó la historia como el rosario de la aurora, con intervención de los camareros para ayudar a la expulsión –hacia la terracita de al lado donde siguió vociferando y montando el número- de la señora en cuestión.

Es seguro que sus circunstancias le habrían llevado a la situación descrita; es seguro –o casi- que personas que actúan así necesitan ayuda y comprensión. Lo que ya no tengo tan claro es porqué todos hicimos como si no pasara nada a pesar de que nos fastidió un rato largo de la noche.

En fin.

LaAlquimista

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