Desde que era una niña pequeña tuve muy claro que siempre habría quien me reiría las gracias y quien me daría la espalda; descubrí antes de tiempo –antes de lo que se supone que debe darse cuenta de la vida una niña- que en mi entorno familiar no me iban a poner las cosas fáciles ni a dorarme la píldora ni, mucho menos, hacerme creer que valía lo que no valía. Si hacía algo mal –que era casi siempre- afeaban mi conducta y si hacía algo bien me ponían una medalla (bueno, medallita). Lo que quiero decir es que no crecí entre algodones emocionales, de esos que te lanzan luego a un mundo proceloso en el que encuentras “lobos” que van a por la pobre “caperucita” y se produce el trauma y el desconcierto.
Así que sé muy bien lo que es tener “enemigos”, entendiendo por tal a personas a las que no les caigo bien en absoluto o incluso –digo yo- que no me pueden ver ni en pintura. (Tengo un carácter yo que ni pa qué) Espero que la cosa siga ahí, ya que hasta el momento, nadie ha dejado un gato muerto en mi puerta (y toco madera).
La conciencia de esa realidad no me entristece en absoluto sino que me ayuda a mantener el equilibrio necesario para aprender –sigo aprendiendo- a bandearme en la vida y soportarme a mí misma. Bien conozco mis defectos y miserias y como no siempre los he ocultado, ahí han ido quedando, a lo largo del tiempo, a la vista de todos, carnaza regalada para quien haya querido aprovecharla como alimento.
Pero en realidad la reflexión que quiero hacer hoy está en el otro lado de la tortilla, y un mea culpa introductorio es necesario para poder llegar a donde quiero llegar. Maldita manía tengo de hacer circunloquios antes de atacar el meollo de la cuestión…
Si aceptamos que, efectivamente, es absurdo pretender caer bien a todo el mundo… ¿por qué hay personas que se enfadan si no me caen bien a mí? Es muy curioso el tema y llevo “padeciéndolo” desde hace varios años –no antes-, por parte de personas adultas –y bien adultas- que se revuelven como gato panza arriba si no les “hago la ola” y digo “amenjesús” a lo que proponen y propugnan.
Será que yo ya tengo mis criterios selectivos muy estables o será que –por fin- he aprendido a decir “NO” cuando antes tan sólo me atrevía con un “bueno…”; será que la otra persona todavía vive en un mundo infantil en el que cree que puede conseguir todos los “juguetes” que se le antojen tan sólo con pedirlos…
Algunas “amistades”, -entrecomilladas porque nunca llegaron a serlo de verdad por falta de interés por mi parte-, me han escupido a la cara la ristra completa de adjetivos calificativos que tienen preparados para cuando alguien les dice, simplemente, “no”.
Como intento ser amable con todo el mundo, si no lo soy con ellos entonces soy hipócrita; como digo que intento ayudar en lo que puedo a quien me lo pide, si a ellos no les ayudo, entonces soy mentirosa. Y sobre todo, como no me dejo engatusar con palabras melifluas ni regalitos, entonces soy desagradecida.
¿Por qué hay personas que se creen que tienen derecho a no ser rechazadas nunca? Y no estamos hablando de condición de sexo, religión o pensamiento sino, simple y llanamente, porque no caen bien. ¿Acaso no tengo yo derecho a que no me caiga bien una persona de la misma manera que yo acepto no caer bien a todo el mundo?
¿Por qué ese acoso, por qué ese insulto, esa auto-victimización, ese insistir una y otra vez en rebuscar motivos ocultos cuando lo que pasa únicamente es que no hay “feeling”?
No sé si me gustaría ser como esas personas que son amigas de todo el mundo; tiene que ser muy cansado, la verdad, y poco creíble además…
En fin.
LaAlquimista
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