He tenido el privilegio y la suerte de que en mi familia todas las féminas pudieran acceder a la universidad y, como no podía ser de otra manera, la siguiente generación, la de mis hijas, ha seguido el mismo camino formativo. Hasta aquí nada especialmente interesante que reseñar, formamos parte del 50% de ciudadanos con estudios de grado medio o superior. Pues vaya cosa, se pensará. Pues vaya cosa, pienso yo misma… Porque de puertas para adentro pintan bastos, me temo.
Quiero preguntar –para saber si ando errada o certera- dónde está escrito (porque muchas veces se firma sin leer la letra pequeña) que en una pareja donde los dos salen de casa a primera hora para correr a ganarse los garbanzos, sea la mujer la que tiene que hacer de camarera de los clientes asiduos del figón hogareño. Y cuando digo camarera, es un decir, porque en realidad suele llevar incluido el acudir al mercado, elegir cuidadosamente el menú, cocinar los platos y, la guinda, servirlos airosamente a la mesa. (Si todavía queda más trabajo, eso ya es rayano con el abuso e incluso la tortura).
Pero no es que se quejen –ellas- de tener que hacerlo, sino del acuerdo tácito que se establece en las parejas al constituirse como tales, de que será la mujer la que agasajará al hombre en las diversas estancias del habitáculo común (comedor, salón, dormitorio), porque lo peor de todo es que la mayoría de las mujeres realiza todas esas funciones con el convencimiento de que “si yo no lo hago, él no lo sabría hacer” y eso es una falacia que se convierte en arma letal.
Ellos lo saben hacer perfectamente, vaya que si saben. Los hombres saben hacer la compra, elegir un menú, cocinar con esmero y cariño y componer una mesa romántica si es menester… lo que pasa es que si intenta hacerlo enseguida aparece una madre, suegra, hermana o incluso esposa que va a decirle algo así como…”pero ¿tú estás loco? Estando ……… cómo vas a encargarte tú de esas cosas?” (En los puntos suspensivos póngase el nombre de la interfecta o simplemente la palabra “yo”)
Una vez conocí a una mujer –profesional de altura ella- que se hartó de tener que ocuparse de la intendencia doméstica y, simplemente, dejó de hacer la compra. El frigo y la despensa se vaciaron en unos días y él –sin mayores alharacas- se compró un queso y fue tirando de bocatas a la hora de la cena sin decir ni mú. Obviamente, el tour de force acabó con la claudicación de ella por la paz común –y la de su propio estómago, supongo.
En igualdad de condiciones dejamos que el gorro de chef se lo pongan ellos –cuando les apetece hacer de “cocinillas”- y el resto del tiempo nos convertimos en camareras de un banquete en el que tendríamos derecho a estar sentadas –también- en la mesa presidencial.
En fin.
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