lunes, 19 de enero de 2015

Mi tamborrada




Bueno, pues ya está aquí, un año más. Y con mal tiempo, según las previsiones. La Tamborrada cierra el mes más festivo del año por estos lares, ese que empieza el 21 de Diciembre con olor a txistorra y termina mañana, 20 de Enero con redoble de tambores para descanso de nuestros estómagos (y de nuestros bolsillos). Son precisamente esas dos fiestas, Santo Tomás y San Sebastián, las que más me gustan –por no decir las únicas- de ese calendario exhaustivo de desenfreno consumista, digamos que es como una película larguísima de un realizador surrealista, que te gusta cuando empieza y cuando termina, pero lo que hay entre medias estás deseando que pase rápido.



En realidad mi calendario anual no empieza con las uvas y los petardos, sino con la izada de bandera la víspera de San Sebastián. Es la de hoy una noche importante en mi imaginario particular, una noche que empezó a cargarse de significado un diecinueve de Enero de mil novecientos setenta y seis, cuando asistí por primera vez a la izada en público de una bandera que había estado escondida en el corazón popular por imperativo legal de quien hacía las leyes entonces. Aquella noche, en la Plaza de la Constitución, que todavía se llamaba Plaza del 18 de Julio por hacer referencia a una fecha que será tristemente histórica en este país, con mi recién estrenada conciencia de cómo funcionaba nuestro pequeño mundo, formé parte de una emoción colectiva que no he vuelto a sentir hasta pasados treinta y cinco años, cuando he vuelto a creer en que nuestro pequeño mundo puede empezar a dar el siguiente paso de gigante.



Tamborrada de tambores que suenan haciendo ruido para llamar la atención de quienes están perdidos en ensoñaciones sin futuro, tamborrada de protestas ante “el enemigo” que viaja en el tanque de la ausencia de valores por el que nos hemos dejado invadir en el interior de nuestras cómodas conciencias, ruido de palillos sobre cántaros de aguadoras, de aquellas y estas mujeres valientes que empiezan haciendo ruido y acaban derribando murallas. Simbolismo ineludible y tristemente poco conocido, nuestra propia historia, tan similar a la de cualquier pueblo que quiere seguir viviendo tranquilo aunque para ello haya tenido que pagar el precio de olvidar su propia conciencia.
Mi tamborrada no pasa por desfiles con brillantes uniformes, ni se pierde en la borrachera común (y admitida socialmente siempre que se guarden “ciertas” formas), ni necesita de un menú gastronómico que me destroce –un poco más- el maltrecho estómago de cincuenta años de comer y comer y comer, sino que se queda en algo mucho más sencillo y valioso para mí: la noche en que los donostiarras salimos a la calle a mirarnos unos a otros con una sonrisa en los ojos y sin hacernos casi ningún reproche. Que no es poco.

En fin.

LaAlquimista

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