A fuerza de leer en la prensa –la tele ni la huelo desde que abandoné la casa paterna- que el estado crítico de la economía se agudiza y nos va cercando la hidra de siete cabezas sin que ningún Hércules europeo acuda a salvarnos, voy mirando con atención aquellas actividades lúdico/culturales que no exigen estipendio como contrapartida, tan sólo una presencia más o menos activa, más o menos interesada.
También voy tomando conciencia de que llevo dos años prejubilada y que nada volverá a ser lo que era (económicamente) aunque en calidad de vida haya dado un salto más que importante y beneficioso. Antes iba a pocos sitios, pero caros. Ahora tengo un abanico de posibilidades que antes ni siquiera consideraba por vaya usted a saber qué absurdo prejuicio. Pero como de eso se trata, de ganar en años y reducir en prejuicios, voy fijándome mejor en el camino y sacándole la poesía a las piedras del atardecer.
Y como en esta ciudad queda todavía mucho presupuesto para temas culturales, aproveché ayer noche una visita guiada al Observatorio Astronómico organizada por el Museo de la Ciencia (ahora Eureka Museoa) con el anzuelo: “¿Tomamos un té a la luz de la luna?”. Y allá que me fui –junto a una docena de ciudadanos inquietos más- a las nueve de la noche a la torre del telescopio que domina la ciudad y parte de la bóveda celeste.
No me importó que hubiera que pagar 6,5€ por la entrada, -en la Agenda de Donostiakultura lo omiten sibilinamente- ya que observar Donostia y sus alrededores con sus luces nocturnas y el reflejo especial de una luna en cuarto creciente es, en sí mismo, un espectáculo fascinante a pesar de la contaminación sonora que subía de la ciudad –como un termitero a punto de irse a dormir. En la terraza del observatorio parecía otoño; en silencio –cada uno inmerso en el suyo propio- contemplábamos las luces de la ciudad pensando, quizás, en divisar la propia casa o encontrar un punto de referencia para no desubicarse. Pero luego la Luna, con su Vallis Alpes, una falla de 166 kms. que la recorre desde el Mare Imbrium hasta el Mare Frigoris, hermosa y cercana con el telescopio reflector y el telescopio refractor, aunque desprovista del halo de misterio y poesía que la ilumina desde la distancia.
Así algunas personas también, desde lejos, a pesar de no brillar con luz propia sino ajena, nos parecen deseables, enigmáticas, objeto de ansia y anhelo, rodeadas de un halo que nos atrae irremisiblemente. ¿Por qué no nos tomamos la molestia de mirarlas de vez en cuando con una lente potente que ilumine sus cráteres, valles, fallas y montañas? Entonces el misterio desaparece y se ve lo que realmente son; para bien o para mal y, aunque duela lo descubierto y decepcione el sueño perdido, bajaremos del observatorio con la sensación de que hemos aprendido algo muy importante: que hay que acercarse para ver mejor. Aunque al final de la visita no nos dieran la taza de té que, publicitariamente, se ofrecía. Tampoco el amor da todo lo que promete…
En fin.
(Dedicado a quienes sufren erróneamente por un amor perdido)
http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50
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