En mi condición de niña donostiarra de la década de los sesenta no tuve la oportunidad –ninguna la tuvimos- de participar en la Tamborrada Infantil vestida de cocinero o barril -que es lo que importaba- y salir a la calle en la gélida mañana del día 20 (en aquellos tiempos hacía frío en Enero) para hacer que Sarriegi se revolviera en su tumba con el desafinado y entusiasta tamborreo de tanto infante. Creo que fue a mis seis o siete años cuando empecé a desarrollar lo que los psicólogos llaman “envidia de pene”, aunque no es que yo quisiera hacer pipí de pie sino salir en la Tamborrada. Desde el patio del colegio de niñas al que me llevaron se escuchaba, desde el primer día de vuelta de las vacaciones de Navidad, el ensayo que de la Tamborrada hacían en el colegio de niños que estaba justo detrás. ¡Qué frustración la nuestra, privarnos de aquel placer que los niños nos pasaban por las narices! A la pregunta “Y nosotras… ¿por qué no?” se sucedía la inveterada respuesta “pues porque no, porque es sólo para chicos”. Algunas se conformaban con salir de cantinerita moviendo las manitas en el más perfecto remedo de saludo real –de realeza no futbolera-. Pero no era lo mismo y todas lo sabíamos.
Afortunadamente una se hace mayor y había ventajas incuestionables como permutar la fiesta familiar (y diurna) del día 20 por una fiesta personal (y nocturna) el día 19 y descubrir que cualquiera podía ser “tambor mayor” de su propio grupo de amigos. Aquellos sí que eran buenos tiempos, los años setenta y ochenta, en los que había cosas que nunca cambiaban (y hablo de la fiesta, que nadie me sancione por alusiones), que estábamos con la resaca de las Navidades y ya nos estábamos relamiendo del gusto de las angulas que íbamos a cenar la víspera de San Sebastián. Ah, estas generaciones, pobres de ellos, que piensan que la tradición es comer esos espaghettis con sabor a pescado y lomito pintado de negro… ¡Cómo explicarles el inefable sabor genuino de las angulas negras, las que íbamos en caravana a comprar a Hendaya y matábamos de víspera a tabacazo limpio, apestando toda la casa, para degustarlas en raciones de cuarto de kilo por cabeza…!
Recuerdo todas y cada una de las “vísperas” de mi edad adulta como la fiesta por excelencia, pero la más emocionante fue la del año 81, con la Real preparándose para ganar la Liga 80/81 y servidora con una barriga de ocho meses y medio, en la plaza de la “Consti” empujando de aquí para allá, mi marido y los amigos haciendo de barrera protectora, saltando feliz por doble motivo, cantándole a mi bebé no nacido todavía –tuvo el detalle de esperar hasta el día 31- el repertorio completo, Tamborrada ilusionada y expectante, con la sana alegría de una embarazada sin una gota de alcohol en la sangre, a la que no le hubiera importado en absoluto romper aguas en mitad del jolgorio y que mi hija pudiera celebrar la fiesta de su ciudad en el futuro por doble motivo… Todavía recuerdo la angustia de mi madre, “pero a dónde vas tú, con esa tripa, que te van a aplastar, tú estás loca, hija mía, no salgas…” y mi respuesta alborozada: “Ay, ama, a mí que no me quiten la Tamborrada”.
Pues eso; desde entonces, hasta hoy. Que bastante cosas nos han quitado ya…
En fin.
LaAlquimista
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